viernes, 2 de octubre de 2015

El Afuera III

         Cuando regresé de Más Allá del Afuera a través del Inmenso Agujero de las Alturas creía que, a pesar de toda la vastedad del mundo, no me quedaba nada esencial por descubrir. Había visto la comprensible muerte que llega en silencio y parte sin más; y la inasumible muerte que arrasa con estrépito y parece no irse nunca. Había visto que el mundo carece de límites; que sus seres son tan variados como semejantes; que laten en el interior de nuestra existencia potencias inimaginables. Lo que aún no había visto, empero, es que una cosa es saber la teoría, y otra muy distinta es vivir la práctica.
            La vastedad del mundo es, en sí misma, atroz, pues reduce a sus criaturas a una mínima expresión; y permite la cabida de fenómenos ilimitadamente grandes que, sobre unos seres infinitamente pequeños, pueden resultar catastróficos. Sin embargo, dicha vastedad no es menos temible por los seres que puede contener: del mismo modo que su inconmensurable tamaño puede dar cabida a enormes accidentes, también puede albergar gigantescas criaturas. El pánico agorafóbico que sufrí cuando salí del Interior, o cuando finalmente salí Más Allá del Afuera, debía de suponer esta posibilidad, pero no recuerdo haber tenido conciencia de ella hasta que sentí un apocalíptico retumbar sobre la superficie. Rápidamente pensé que podía ser una nueva catástrofe, como un terremoto, pero mi desbocada imaginación, acostumbrada a las sorpresas desagradables, me llevó a adivinar la existencia de una inmensa criatura Más Allá del Suelo Vertical.
Una vez más, quizá la última, quedé paralizado. ¡Podía sentir los Cuatro Suelos Verticales vibrar a su paso! Si aquél temblor provenía de un ser vivo como los que habitábamos el Afuera Interior, tenía que ser de un tamaño descomunal. Estaba sumido en el pánico. ¿Qué sería de mí? ¿Qué sería de nosotros? En aquél instante infinito en que aguardaba la inminente irrupción de la Bestia, me sorprendí preocupándome por los otros. A pesar del profundo terror que me atenazaba, pude intuir que la otredad se hace propia cuando algo todavía más ajeno hace aparición; que seres que rivalizan por la supervivencia en un nicho cualquiera se reconcilian ante una amenaza común.
Busqué a aquellas criaturas de reojo.  En las alturas, los Seres que Revolotean seguían con su errática búsqueda de no se sabe qué. En el Suelo Inferior, a lo lejos, los Tímidos Seres de las Distancias no parecían tener más suspicacia que de costumbre. ¿Acaso no temían aquellas pisadas? Rápidamente, el miedo fue convirtiéndose en confusión, y me decanté por creer que si aquellos seres que habitaban el Afuera mucho antes que yo actuaban con normalidad ante el retumbar de los pasos de aquel coloso éste no tenía que ser tan peligroso.
Mi cuerpo se distendió. En las alturas, los Seres que Revolotean trazaban círculos, como orbitando un lugar invisible. Todo parecía más en orden que nunca. Estaba pensando con emoción que al fin aquellos seres habían encontrado el objeto de su incansable búsqueda cuando una inmensa ola de viento me empujó por un costado. Más rápidamente de lo que se habían ido, mis más profundas y temibles pesadillas regresaron de las tinieblas. Alertado, dirigí mis sentidos hacia el origen del vendaval, en algún punto de los límites del Afuera.
Todavía hoy me cuesta creer lo que ocurrió. Movido por una fuerza estratosférica, un sector rectangular de uno de los Cuatro Suelos Verticales se había despegado del resto, y se abría como las fauces de aquellas bestias que una vez quisieron arrastrarme a la muerte. Fue entonces cuando lo vi. Debía de medir mil veces mi altura y ocupar otras mil veces mi volumen, pues su cabeza no distaba mucho del Suelo Superior y sus miembros extendidos sobrepasaban el espacio abierto en el Suelo Vertical. No sé si podré expresar lo que sentí, sinceramente. Una angustia abrasadora inundó mi cuerpo y me nubló los sentidos.  Desesperado, corrí en todas direcciones en busca de un refugio, pero el Afuera es un páramo vacío y toda búsqueda de nada es vana. Descubrí, sin embargo, que era más rápido que él, y eso me dio confianza para ganar tiempo hasta hallar un lugar seguro.
Tras un tiempo incierto de huidas erráticas, llegué al pie de uno de los bordes del sector rectangular abierto en el Suelo Vertical. Noté por primera vez que esa parte de la superficie era más oscura que el resto. Movido por el más profundo instinto de supervivencia, apoyé un miembro tras otro sobre ella y comencé a escalar hacia las alturas. A cada paso experimentaba una mezcla más intensa de acercamiento a la salvación y de inminencia de la muerte. Era como si dos visiones diferentes de la realidad estuviesen chocando en mi interior; tenía que creer en una, pero la otra era tan incontestable… Iba a morir.
Resbalé; la superficie era más inaprensible de lo habitual. Pude sostenerme apenas agarrado a un pequeño saliente, y supliqué a un ser invisible que me proveyese de la descomunal fuerza de los Seres de Más Allá del Afuera. Fue en vano, pero aprendí que el terror nos hace creer que existen seres superiores a los que podemos encomendarnos, cuando en realidad éstos son tan inmisericordes como la naturaleza misma. Miré a aquella inmensa criatura a los ojos, grandes como mi cuerpo. Pude ver que su forma era ovalada y que estaban compuestos por espacios concéntricos: uno elíptico y dos circulares. El primero era de color blanco; el segundo, de un color más oscuro; el tercero, el más reducido, de la más profunda e insondable negrura.  Eran (me sorprendió) extrañamente hermosos. Y me estaban mirando. Este hecho, no necesariamente terrible, me pareció insoportable, e impulsado por el pánico emprendí de nuevo mi infructuoso ascenso hacia las alturas del Afuera.
Pasado no mucho tiempo (un tiempo de solo escalada y terror) alcancé la cumbre. En ese momento sufrí como si todo el peso del mundo cayese sobre mis miembros; descubrí que la esperanza es una ilusión, y que las ilusiones son irreales; que la realidad es un lugar inhóspito y descorazonado. Al final de la franja oscura del Suelo Vertical por la que acababa de subir el borde se desviaba y pasaba a ser una franja horizontal, al final de la cual, pude atisbarlo en la distancia, volvía a desviarse y a descender verticalmente. No había ninguna guarida, ni ninguna obertura al Interior; no me esperaba la salvación. Aquél borde era un bucle, un círculo como los de los Seres que Revolotean, pero, en lugar de en torno a un hallazgo invisible, éste lo hacía alrededor de la nada misma.
Lo que pasó después no lo recuerdo con precisión, ni logro entender los pocos retazos inciertos que quedan en mi memoria. Al principio confié en que, de la misma forma que me había desvelado tantas verdades acerca del universo, el devenir me mostraría más tarde o más temprano el significado de aquella mirada, de aquellos pasos, de aquel adiós. Ahora que tanto tiempo ha pasado, una vida tal vez (pues no sé cuánto es una vida en este lugar oscuro y silente), y que sigo sin entender aquellos instantes remotos, ya no creo que el mundo vaya a enseñarme nada. La muerte se avecina, y coqueteo con ella como una vez lo hice con la oscuridad, la humedad y la estrechez de este Interior que ya ni siquiera es mío (pues no hay regreso posible al hogar una vez se ha salido de él).

Recuerdo, en fin, que quedé paralizado, que mi cuerpo latía violentamente; que miraba hacia todas partes, como en busca de una salida. No podía creer que aquel fuese el final. También, que quise sentir la casi apoteósica conformidad con la muerte que me había colmado cuando los Pequeños Seres del Suelo Vertical me transportaban hacia su guarida de Más Allá del Afuera. Pero las emociones, como quizá todo en este mundo incomprensible, no se pueden elegir, y sufrí el definitivo terror de la muerte durante la eternidad que duraron aquellos remotos instantes.
Aferrándome a la vida, me moví sin más, y finalmente inicié mi descenso por la franja oscura del Suelo Vertical. En aquél momento pensé que lo hacía por ganar tiempo, por seguir viviendo unos instantes más, pero más tarde descubrí que mi instinto tenía un propósito más concreto. A medio camino quedé enganchado en un saliente y, haciendo fuerza para liberarme, me impulsé demasiado y caí al vacío. Todo mi ser era la fuerza de la supervivencia. Me puse en pie y eché a correr hacia ninguna parte, notando que el Coloso se había apartado a mi caída, como asustado de mí. Aproveché su vacilación para alejarme más de él, y sin darme cuenta penetré de nuevo en la oscuridad del Interior, de donde no he vuelto a salir, ni espero hacerlo jamás, pues las maravillas del Afuera son apenas luceros en la negra noche de sus atrocidades.




jueves, 1 de octubre de 2015

Arte

Algunas noches la vida es como aquella tarde en San Pedro o aquella mañana en el Prado, y lo único que es posible hacer es descansar de tanto arte. Pero no puedo y sigo delante del ordenador, abocado a expresar lo que siento, ahogado de tanta emoción; impelido por la fuerza ineluctable del arte que quiere hacerse.
Y veo que no es la obra voluntaria de un hombre. Veo, porque me lo grita el espíritu, que es el impulso creador del universo, en él latente, haciéndose flor en el hombre -flor de pasión, porque es rojo, como el aroma que deja el pétalo de la amapola cuando se lo lleva el viento.
Oh, noche. Oh, noche. Si esta mezcla de luz y lágrimas pudiera escribirse...

miércoles, 30 de septiembre de 2015

El Afuera II

Todo cuanto creía ha sido una equivocación. El Afuera, «lo exterior» para un ser nacido y criado en lo que he llamado Interior, es tan sólo una minúscula parte del mundo. Todavía me es inconcebible. ¿Cómo puede caber algo más allá de la misma vastedad? Desde que salí afuera, al verdadero Afuera (¿o habrá otros afueras, más vastos, más inconcebibles, más atroces?), entiendo que lo que yo llamaba vastedad era, como ya dije una vez, amplitud. En una forma muy semejante a cómo descubrí la existencia de lo estrecho o de lo vasto mismo, he descubierto que entre ambos conceptos cabe un término medio. He podido confirmar, de paso, que sólo conocemos la naturaleza de las cosas cuando las comparamos con otras. Me es terrible imaginar la existencia de algo más grande que lo que he visto Más Allá del Afuera.
La crónica de este nuevo hallazgo comenzó cuando, pasado un tiempo incierto, mis pasos erráticos toparon con un nuevo accidente: un suelo vertical. Al principio sufrí un terror metafísico (¡cuánto me aterra la rareza!), pero recordé mi ridícula experiencia con el ser caído de las alturas y me convencí de que, aunque resultase nueva para mí y no la entendiera, esta condición del espacio debía ser tan natural como las otras. Como el suelo, era de un blancor cegador –he descubierto que el interior del cual provengo es negro, así como los seres que revolotean por el aire. También sé, ahora que he estado, desafortunadamente para mi cordura, Más Allá del Afuera, que los Tímidos Seres de las Distancias son del mismo color anónimo que la mayoría de los cuerpos de ese espacio inabarcable.
No habíame convencido aún de que ese nuevo terror era más absurdo que el anterior cuando divisé en lo alto una sinuosa cadena de nuevos pequeños seres. Caminaban sobre el Suelo Vertical y todos parecían hacerlo en dirección a un mismo sitio -más tarde descubriría la terrible localización del mismo, y la no menos terrible naturaleza de sus habitantes. Envalentonado por la morigeración de mis temores, e intrigado por un mundo cuyas sorpresas parecían no tener fin (y que aún lo parecen), seguí la dirección del desfile. Durante un tiempo pude hacerlo sin mayores problemas que el de tener que mirar hacia lo alto para no perderlos de vista. ¡Cómo iba a imaginar que delante de mí, a una distancia incierta, se elevaría un nuevo suelo vertical! Tan absorto iba mirando a las alturas que no pude verlo mientras me acercaba a él, y no supe de su existencia hasta que me recuperé del sopetón y del susto.
Por unos instantes sufrí de impotencia; después de la eternidad de la nada, cualquier objetivo se erige casi como el sentido último de la existencia. Sentía que, si no quería volver al tiempo indefinido del vacío, la planicie, la luz cegadora por todas partes, tenía que seguir a esos pequeños seres. Se me ocurrió que si ellos podían caminar por el Suelo Vertical, por qué no podría hacerlo yo también. Después de todo, no era como moverse por el aire tal como hacían los Seres que Revolotean; ellos, lo pude comprobar durante mi experiencia con el Caído, estaban provistos de unas membranas que agitaban frenéticamente para mantenerse y desplazarse por el vasto espacio de las alturas. Lo que me unía con los Pequeños Seres del Suelo Vertical era más que lo que nos separaba -puede decirse que ambos éramos superficiales: necesitábamos del contacto con una superficie para poder desplazarnos. No mucho más tarde descubrí, con profundo terror, que nuestras diferencias nada tenían que ver con el movimiento y eran mucho más atroces que cualquier distinción física.
Al cabo de esta maraña de intuiciones y reflexiones coloqué uno de mis miembros sobre la superficie del Suelo Vertical y sentí que me agarraba. La inmensa sensación que me llenó es definitivamente inefable. No sé si puedo utilizar alguna metáfora o alguna comparación; puedo decir que nada hay como descubrir que tu naturaleza no está reducida a lo que a lo largo de toda tu vida creías que estaba; que nada hay como descubrir que hay más dimensiones además de la tuya, ¡y que puedes caminarlas! A menudo fantaseo que también puedo volar como los Pequeños Seres de las Alturas; o que puedo devolver a los Caídos el intangible latido que ya no está cuando los encuentro irremediablemente inmóviles (es extraño pensar que mi mundo es el cementerio de otros seres. ¿Será el suyo el cementerio de los que son como yo? ¿Hay otros como yo? De nuevo esa palabra. Como con todo, no supe de mí hasta que supe de otros. Tan diferentes, tan opuestos, y sin embargo los Pequeños Seres que Revolotean me han devuelto la imagen de mí mismo, y me han mostrado mi propia existencia). Entusiasmado, apoyé un miembro tras otro y emprendí mi ascenso hacia las alturas insospechadas del Suelo Vertical, en pos del riguroso desfile de los seres encadenados. 
Por prudencia, más que por miedo, no me acerqué a la caravana, así que los seguí algo distanciado a lo largo de su recorrido, que parecía como hecho y deshecho desde el mismo comienzo del mundo; tan automáticamente se movían. Curiosamente, su movimiento era horizontal en una dimensión vertical. Al final de lo que yo creía que era todo el recorrido y que en realidad resultó ser tan sólo un tramo, el horizonte se convirtió en columna, y los primeros seres de la cadena empezaron a desaparecer como por un agujero inmenso en las mismísimas alturas de las alturas. Yo hacía tiempo que había superado mis temores y estaba fascinado, absolutamente entusiasmado. Quería seguirles hasta el último confín del mundo, contemplar de una vez el final del afuera. Ahora sé que ese pensamiento es propio de un conocimiento primitivo del universo, y que el entusiasmo es dichoso pero tan vano como la misma vastedad del mundo.
Cuando hubo desaparecido el último de aquellos Seres del Suelo Vertical por el Inmenso Agujero de las Alturas comencé mi escalada hacia lo desconocido. Con cada paso hacia arriba me excitaba más. Llevaba sin descansar un tiempo que me parecía abismal, como si una vida me separara de mi reducida existencia en el Interior; pero, en lugar de cansancio, mis miembros estaban como exultantes de energía, como si un motor trascendental los hubiera cargado para llevarme más allá, siempre más allá, hacia lo oculto. Cuando me asomé por el Inmenso Agujero de las Alturas ya el miedo a lo desconocido, a la rareza, había amagado con volver y fue en ese instante cuando definitivamente se apoderó de mi ser. Ante mí se extendía, en todas direcciones, una vastedad que reducía a una pequeña parcela lo que hasta ese momento yo había llamado el Afuera; ¡creía que los suelos verticales eran los límites del mundo! Entonces descubrí cuán equivocado estaba, y cuán inútil es pretender conocerlos. Deslumbrado por la luz y sobrecogido por la inmensidad, avancé sobre la superficie ya horizontal del agujero, y de repente noté un molestó tirón de uno mis miembros. Aterrado, comprobé que era uno de los Pequeños Seres del Suelo Vertical, que estaba intentando arrastrarme hacia más allá del agujero, a saber con qué mortíferas intenciones. Aparecieron cientos de ellos como de la nada y me atraparon con una fuerza inimaginable. Yo procuré zafarme desesperadamente, pero ni todo mi tamaño podía doblegar la diligencia, el número y la tenacidad de aquellos seres abominables. Arrastrado hasta el borde del abismo, entre toda mi agitación por sobrevivir sentí la desesperación de haber cometido un error fatal, de haber firmado mi propia sentencia de muerte. 
De pronto, un vacío inmenso subió rápidamente por mi interior y choqué contra el suelo. Aquellos seres no eran tan inteligentes como tenaces; en su ansiada lucha por llevarme con ellos habían descuidado el borde del agujero y todos juntos nos precipitamos hacia el abismo. Movido por el instinto de supervivencia corrí hacia el suelo vertical exterior, pero sobre su superficie todavía descendía una horda de aquellos seres terribles, y aprendí que la suerte se marcha tan rápido como llega.
Ya no luché por mi vida. Me dejé llevar, resignado a la muerte, y entendí, en medio de la vastedad del mundo y de la bestialidad de sus criaturas, que toda pretensión por trascender es absurda. La verdad me pareció tan aberrante que me alegré de estar avanzando hacia la muerte, y si hubiera podido comunicárselo a aquéllos seres bestiales hubiese caminado yo mismo hacia mi destino con más velocidad de la que llevaban ellos transportándome sobre sus pequeños miembros. Pero nada hay predestinado en este mundo caótico, y tan pronto como había venido y se había ido, la suerte volvió. Llevado como iba boca arriba, noté que el suelo superior, hasta ese momento de un color próximo al blanco, había comenzado a oscurecerse, y que el ambiente era ahora más húmedo que cuando me cogieron al pie del Suelo Vertical. Varias de aquellas bestias surcaron las alturas provistas de unos miembros como los de los Seres que Revolotean. Parecían apresurados, pero si algo comunicaban a los demás nunca lo supe, pues todo era silencio en aquella vastedad fría y descorazonada. Sentí la humedad y el helor crecientes, e imaginé que estaba volviendo a mi hogar, a la oscuridad, la humedad y la estrechez del interior -no sé si fue casualidad que el lugar de mi muerte se pareciera tanto al de mi nacimiento; acaso aquellos seres no eran, después de todo (y tal y como quise creer al principio) tan distintos de mí. Así de ensimismado iba, pensando que la muerte era como un regreso, cuando un dulce frescor reventó sobre mí y resbaló por mis costados, haciéndome creer que ya estaba yo muriendo. Pero de pronto las pequeñas bestias de mi sacrificio soltaron mi cuerpo y echaron a correr no más ordenadamente que los Seres que Revolotean por las alturas del Afuera Interior, como huyendo de una catástrofe mortal. Enormes óvalos de agua caían por todas partes, atrapando en su interior a aquellos seres miserables, inmovilizándolos, ahogándolos. 
Tan pronto como la conformidad con la muerte había llegado, se marchó, y afloró de nuevo en mí el instinto de supervivencia. Dado que mi cuerpo era tres veces más grande que aquellos óvalos que se precipitaban desde el ennegrecido suelo superior, en lugar de atraparme dentro de sí, reventaban contra mi tórax, y pude gozar de verme liberado. No obstante, las experiencias de los últimos tiempos me habían enseñado que la suerte es veleidosa y que la misericordia no es una de las virtudes del mundo. Eché a correr, esquivando y resistiendo mal que bien los enormes óvalos de agua hasta que finalmente pude refugiarme bajo el amparo de una extraña superficie del color de los Tímidos Seres de las Distancias. 
Desde mi privilegiada situación pude contemplar la caída de la sociedad de los Seres del Suelo Vertical: sus caminos fueron borrados; su guarida se anegó de agua y sus crías se ahogaron en ella; sus interminables hordas sucumbieron en la superficie, asfixiadas bajo el peso de los ópalos. Apenas sobrevivieron unos pocos; todavía recuerdo que, al pasar entre ellos, era posible atisbar como un latido de nostalgia entre toda su bestialidad. Eso me conmovió, pues ni siquiera antes de que me atraparan había supuesto que tuvieran capacidad para el sentimiento. Ahora pienso que tal vez lo imaginara, afectado como iba por aquél cenagal de la muerte, y donde yo creí ver emoción en realidad sólo había el reflejo de los óvalos en sus ojos negros.
No pude permanecer mucho más tiempo. Mi segunda visión de la muerte fue inimaginablemente más cruda, más violenta y más devastadora que la primera. Contemplada desde fuera, me pareció peor que la vida, por más absurda que ésta resultase. Con estos pensamientos apenas resonando entre tanta aflicción, emprendí el ascenso al Inmenso Agujero del Suelo Vertical y regresé al Afuera Interior.

martes, 29 de septiembre de 2015

El Afuera I


Antes el mundo era justamente tal como era. Ahora sé que el mundo no es sólo así, y sé también que lo que yo creía que era tan sólo el mundo era, en realidad, un lugar oscuro, húmedo y estrecho. Todos esto lo ignoraba yo absolutamente hasta que salí afuera. ¡El mundo es también el afuera! Un lugar cegador, seco y amplio. A menudo revolotean en él seres ignotos, algo más pequeños que yo, como buscando algo. Me queda la sensación de que aquí todo ser va como en busca de algo. En el interior, de donde yo vengo (ya es la tercera vez que pronuncio esa extraña palabra: “yo”), nadie busca nada; todo está en todas partes: la humedad, las sales, la oscuridad, la vida que nos da la nuestra. En el afuera apenas hay algo de todo esto, y está como perdido entre tanto vacío.
El suelo es el mismo, y me reconforta; me da un miedo atroz imaginar que desaparece y me suspendo en el aire como esos seres erráticos que vuelan nadie sabe a dónde. ¿Nadie? En la distancia, siempre a lo lejos, pues parece que mi presencia les aterra tanto a ellos como a mí la suya, he vislumbrado otros seres. Caminan despacio, como para pasar desapercibidos. Calculo que son, como los seres que revolotean, más pequeños que yo; si bien no tanto como éstos. Viven aislados, escondidos; buscan, como los que son de donde vengo, la oscuridad, la humedad, la estrechez; el interior.
El afuera es un lugar tan vasto que siempre escapa a todo intento de definición. He procurado durante un tiempo moverme con cierto sentido, pero donde nada hay, donde todo es lo mismo, son absurdos los rumbos. Cansado de seguir una dirección determinada, he optado por dejarme llevar, tal como parece que hacen los seres que revolotean. Para no perderme, he inventado el concepto de puntos de referencia; pero el único que conozco es el del interior, que aún puedo ver, y sentir, en la distancia.
Es algo más que percibir eso de “sentir”. Es verdad que capto la presencia del lugar del que procedo, mi viejo mundo, mi hogar… Pero, conforme pasa el tiempo, crece en mí una sensación como de ausencia, de vacío reciente, de falta. Si de pronto perdiese mi referencia, creo que dejaría de errar sin más y emprendería la búsqueda. ¿Es eso lo que buscan los seres que revolotean? ¿Su hogar?
He encontrado ya varios de ellos en el suelo, sorprendentemente inmóviles. La primera vez me asusté tanto que me quedé parado en la distancia, sin atreverme a mover ni un solo miembro. La rareza me aterra. Aquél ser había sido para mí apenas un objeto en el aire, un ser de otra dimensión, pues provengo de un mundo donde no existe la altura y mi hábitat es el suelo; y jamás había sabido de alguno tanto tiempo detenido. ¡Quedé paralizado! En un momento imaginé que había descendido de las alturas para devorarme y que esperaba inmóvil, acechante, que me acercara a él para saltar sobre mí. Tanto me aterra la rareza. Descubrir que un ser que hasta ese instante era para mí un habitante de las alturas podía también desenvolverse por la misma superficie por donde me movía yo me generaba un terror epistemológico, un miedo como de atrocidad; me resultaba, para ser claro, una aberración. Lo mismo puedo decir de su inmovilidad.
Pasamos un tiempo así, los dos parados, frente a frente aunque a lo lejos. Fue entonces cuando descubrí el último de mis miedos y el pobre estado de aquella criatura. Es curioso, porque hasta ese instante en que movido por cierta intuición me acerqué a aquél ser excepcional, el hedor de la humedad siempre me había parecido el olor de la vida. En ése preciso instante descubrí que también era el de la muerte, y descubrí también la muerte misma.

Desde entonces entiendo por qué se esconden los pequeños seres de las distancias. En aquella inmovilidad había algo natural, pero a su vez aterrador. Cómo es posible que lo natural, y por ello necesario, nos aterre, es algo que escapa a mi impotente comprensión. De lo único que estoy seguro es que quiero volver al interior, donde no existía la muerte, y donde no caben los inconmensurables seres cuyas pisadas siento en el suelo. No los veo; permanecen, incomprensiblemente, más allá de la vastedad. Cómo es eso posible también lo ignoro y prefiero seguir ignorándolo, porque el afuera es cada instante más revelador pero al mismo tiempo más terrible. 

domingo, 20 de septiembre de 2015

Una radio en la cabeza

Juegan, bailan, vienen y van, las notas del teclado electrónico de Thom Yorke, o del encantador que pulse las teclas, no sé por quién compuestas. Guess Again. Se siente como un renacer, como un volver a latir, como un haberlo dejado ya todo atrás y haberse de nuevo puesto en marcha. Guess Again. Suenan a flauta, a vibración, a latidos, a tarde, a belleza, a vámonos. 
Luego aparece la impotente voz de Yorke en You and whose army, el sobrecogimiento, la decadencia, la indignación, la resignación; y progresivamente la epicidad de la crítica, de la lucidez, de la acusación. We rise tonight ghost horses. La puta mentira. El engaño infinito. Cómo crece la canción, cómo enseña. 
Reckoner. La belleza, la vida, el mundo. Dedicada a todos los seres humanos. Mi alma dedicada a sentirte, Reckoner, tan trascendental, tan presente, tan profunda, tan apaciblemente bella. Eres la única. Mi vida concentrada y latente en un vaso de vino más y esta canción; la canción. Llévame como me llevas. Dedicated to all human beings. Se siente, Yorke. 
Everything in it’s right place. El inicio, la creación. El abrir los ojos. El ver; todo en su lugar correcto. Las notas de la lucidez; las notas del despertar. Wake up! Rage against the machine. Rage against the machine. «Rabia contra la luz que se esconde». Contra la mentira; rabia profunda. 
«Todo es Coca Cola», mierda. «Todo es Coca Cola». Me asquea esta red de codicia y estupidez. Planet Telex.

At least



Un patio donde mirar al cielo, donde oler el frescor, el verdor, de la vida; donde liberar la mente de tantas cadenas, y ser. Donde estar. Donde ser, otra vez. Donde degustar la comida, sus combinaciones, sus matices. Donde acompañarse de vino. Donde recordar. Donde dejar de soñar. Donde vivir. Otra vez.

martes, 1 de septiembre de 2015

Weakness


https://www.youtube.com/watch?v=U-3pazj-xaw&index=2&list=PLO4HWRlA3am0sAHPMlMAj1jkPHL8bbXAe


The Velvet Underground corre como un arroyo y me acerco, y bebo de él, y respiro. Puedo estar; casi siento que ahora es el momento, que estoy en un laberinto de calles estrechas con una catedral gótica, que estos son los tiempos. Pero la ilusión es tan frágil, tan trémula, que apenas una canción, una sensación, un recuerdo, la cubre con arena y me devuelve al desierto. He de regresar a esos claros donde respirar.

domingo, 30 de agosto de 2015

Amargura

Ahora que como en aquellas tardes de Jelly Roll Morton o aquellas noches de Miles Davis vuelve a apetecer un vaso de whiskey, recuerdo el sabor del amor. Y entiendo tantas cosas. Pero ya no se trata sólo de entender, sino de afrontar. Mi mirada en el reflejo de la ventana. Tan joven aún. Pero la edad es un estado de ánimo, y yo estoy tan erosionado. En ninguna guerra civil hay vencedores. Sólo un espíritu partido y nada más.

lunes, 22 de junio de 2015

Lamentos

Tu ausencia no es mero no verte. Es no tener brazos, es tener arena. Es no tener entrañas, es tener el abismo; es caer sin pausa hacia un agujero insondable que me absorbe. Es, nube, no ver el cielo, sino un techo con goteras; agujeros por los que te atisbo. Es coger un libro y ver hormigas; escuchar música y oír ruido. Es no tenerse uno; extrañarse del propio cuerpo. Es angustia, sin más. Es, como un beso de sacarina, que la comida sepa demasiado. Es que el agua no sacie. Es como ser un regular; es como que existe Dios. Es haber perdido, haber perdido; haber fallado, es ser el delantero apático arrepentido, el flagelante impotente; el ángel caído, sin alas ya, que no puede subir; es ser el que nace en el Infierno y guarda el Limbo, junto a los sabios, y suspira por la luz que resplandece desde las alturas, como una reminiscencia de la gloria de sus ancestros. Es lamentar tanto, tanto...

lunes, 8 de junio de 2015

Más fuego

Hablando de inolvidables. No, no puedo olvidar; quiero decir que no debo, y por eso no quiero olvidar. He de recordar siempre quién puedo llegar a ser, qué puedo llegar a hacer, hasta dónde puedo bajar. Recogería la parte de tu dolor, si fuera posible distinguirla, que corresponde a mi ceguera, a mi ignorancia y a mi desvergüenza, y me la tragaría para digerirla yo, no tú, que no lo mereces, ni por tus errores, pocos pero graves. No por evitar la culpabilidad, que quizá sea más pesada que el propio dolor; no merezco la disculpa. Sino por evitarte a ti el gélido fuego que te está matando.
"¡Cuán ciego he sido!", me decía no mucho atrás. ¡Cuán gilipollas! ¡Cuán cobarde! Me digo ahora. Despreciable, ruin, mezquino. Faltan palabras. Y también sobran.
Lo siento, simple pero insuficientemente. Ojalá lo sintiera de verdad y no tú, ángel inocente.

jueves, 14 de mayo de 2015

El fuego inolvidable

No se me ocurre una metáfora que mejor exprese lo que sufro que la del fuego. Hace mucho tiempo que sucede con más frecuencia e intensidad de lo que hasta entonces era habitual. Un fogonazo me prende dentro y ardo hasta consumirme, hasta que no queda más que el carbón: las cenizas como de Fénix de las que, mejor o peor, resurjo; y algún carbunclo que de vez en cuando palpita. Recientemente ha vuelto la desesperación. Como el Sol o la Luna, como las constelaciones, como los animales en sus migraciones, el demonio gira y reaparece en el extraño oriente del alma. Aguardo su ocaso con seguridad científica, porque ya ha ocurrido antes y porque no hay nada que no vaya a consumirse al final. Como dice Lovecraft: "en el paso de los eones la misma muerte puede morir". Últimamente me importa menos, quizá, que nunca; la muerte. No puede ser que un corazón, por fuerte que sea, aguante los insoportables embates de un monstruo, un demonio, un trauma, un cáncer del alma como el que sufro aguda y desesperadamente. Pobre. Recuerdo cómo pudo empezar. Una tarde de dolor, la metáfora de un pájaro en el alféizar, la hipocondriasis tan esencial como mi piel morena, mis largas pestañas, mis codos deformes. Me dicen y me digo que tengo que apreciarme y vivir con dignidad, pero carezco de ella. Soy una vela que queriendo iluminar ha ardido en un infierno que sí existe. Así que la muerte debe de ser como un cielo de solaz, de fuegos extintos, de mares en calma, de silencio, de quietud. Aunque no sé si últimamente no la temo por eso o porque me resigno a ella como el solitario capitán de un barco que naufraga. No importa, ¿no? Todo se olvida. Todo se quema. ¡Absurdo sin vivir...! Pienso en mi lecho y me desvivo porque sé que añoraré estos tiempos de incendio. No por el fuego, sino por la oportunidad de apagarlo y vivir. Pero, ¿cómo? ¿Sympathy for the devil? ¿Término medio aristotélico? ¿Voluntad? ¿Dejarse llevar? Algunos son compatibles. Quizá si sintiese la zarza de donde proviene. Pero, ¿y si esa zarza soy yo? ¿y si esa zarza es imprescindible? ¿y si estoy condenado al fuego? ¿y si el determinismo acierta y al fuego estoy determinado? Me parecían atroces, maestro, los calvarios infinitos del Inferno dantesco. No sé si llegué a creer que eran imposibles; Cicerón dijo que los dolores, si graves, breves. Yo ardo en el infierno de Swendenborg o de Blake, el personal, y sufro el imposible fuego eterno. No sabéis lo que es. Que Dios os guarde.

domingo, 10 de mayo de 2015

Un niño, una montaña, una valla




Una influencia teleológica me atrae a todos los puntos de la Tierra. Siento, sufro el marchitarse de la vida cuando un lugar envejece en ella; cuando mi vida envejece en un lugar. Uno de los últimos recuerdos que puedo desenterrar cuando excavo en los estratos de mi memoria es el siguiente: un niño mira una montaña por encima de una valla. En ese sentido no he cambiado: el niño soy yo, la montaña es todos los lugares y la valla es esta habitación ascética que me oprime el pecho. En otros pienso que sí; lo quiero creer. Me hiere menos que no lo entiendan; que me condenen, que me insulten. Es sólo su opinión, su forma de vida; tan válida como cualquiera -quizá menos enjundiosa, menos intensa, menos vida ("un placebo"). Me venden comodidad como si fuese la forma suprema de vivir. Lo siento, incluso por mí. Pero no. Al final entiendes y tienes que asumir que hay que elegir y perderte la otra mitad, lo que pudo haber sido. Voy a perderme las infinitas posibilidades que me ofrecéis (¿puedo elegir lo que me está matando?) porque no puedo olvidar el horizonte, los caminos que no he recorrido, las lenguas que no entiendo, los libros que no he leído. Una influencia teleológica me atrae a todos los puntos de la Tierra. 

lunes, 30 de marzo de 2015

"In a relative way"

Es una obviedad que la vida nunca es exactamente igual, pero los últimos tiempos han deparado un estado entre nuevo y de retorno. Algunas lecturas enjundiosas me han devuelto, junto a cierto cine y su reflejo en la vida, la sensación en el fondo inefable de estar. También, la sensación inconsolable de haber perdido el tiempo. ¡Cuánto tiempo he perdido! ¡Qué simple he sido! ¡Qué ciego! Lamento la arena que ha caído entre los dedos, la lluvia que ha resbalado por mi piel, las heridas que he hendido,  la vida que se ha ido... Es cierto que no hay consuelo, que no lo tengo. Las horas y las noches han expoliado mi vida sin dejar ni los recuerdos. ¡Cuánto tiempo he perdido!

miércoles, 25 de marzo de 2015

Chad

Extraída de: http://pfbc-cbfp.org/docs/news/Nov2010-Jan2011/Un_Paysan_sur_le_Lac-Tchad.jpg

El lago Chad, que dio nombre al país, fue un lago inmenso. Alguien nacido en los años 50, sin embargo, ha podido ver cómo su vida se ha ido secando a la par que sus aguas. No pretendo conmover a nadie con manoseados ecologismos; simplemente lo lamento en lo hondo del alma, como quien llora la muerte de alguien sin clamar venganza. No sólo es un lamento: a menudo he comparado la eternidad con la vida de las aguas o de las montañas, que ya estaban el día en que nacieron nuestros abuelos y que seguirán estando la noche en que nos apague la muerte. Supongo que no es un pensamiento extraño; un saharaui que no ha cruzado el desierto puede concebirlo como un espacio infinito y otro que nunca ha salido de él puede creer que siempre ha existido. Yo, que sé que cuanto me sostiene es una circunstancia reciente y precaria, sentiría como si el suelo se hundiera si de pronto desapareciese. La idea del Apocalipsis no debe de ser muy distinta de lo que sienten ahora aquellos hombres y mujeres nacidos en los 50 y que han visto, sin poder hacer nada y ni tan siquiera comprenderlo, su mundo secarse. 

martes, 24 de marzo de 2015

Pantagruel

La mente pergeñó un ser aterrador que se alimentaba de universos, como un Pantagruel trascendental o metauniversal, un gigante inconcebible e imposible que flota o se arrastra o nada (de eso) por el mar inocuo allende el horizonte, el último confín; fuera de la esfera, el globo universal. Lo pergeña aún cogiendo universos con sus manos metafísicas, incorpóreas o supracorpóreas, levantando o bajando o penetrando con ellos sus fauces abismales y engullendo cual caníbal agujero negro. Mofletes nebulosos y metafísicos como de niño rollizo, como de niño cebado con teléfonos móviles, tabletas, partidos de fútbol, videojuegos de guerra y pornografía por unos padres imbéciles, actores pornográficos del sistema económico metafísico (no olvidemos) en que impostan 1001 posturas allende incluso el Kamasutra. Mofletes nebulosos. Regurgitar lácteo. Un ser aterrador que se alimenta de universos.
La mente.

viernes, 30 de enero de 2015

Encuentros en el desierto

El primitivo testimonio de las casidas preislámicas evoca una imagen entrañable: la de árabes congraciados por el encuentro con cristianos. Aunque ignoro hasta el más famoso de aquellos poemas, carezco de razones para dudar del ilustre Jesús Mosterín, quien afirma al respecto:

Los poetas árabes preislámicos citan con agrado sus encuentros en el desierto con los monjes y anacoretas cristianos, su lamparilla encendida en la noche y su vino embriagador.

La cita es de El Islam, uno de los muchos tomos de su difusora "Historia del pensamiento". Tras leerlo repetidas ocasiones, dudo si no han sido las evocadores imágenes de la "lamparilla [...] encendida en la noche" y el "vino embriagador" lo que me ha resultado entrañable. Siempre será un regalo hallar poesía en un texto científico, acaso más que en cualquier otro, porque entre demasiada monotonía sabe como caído del cielo.
Adolezco, como Stern (pero sin su talento), de digresismo, de déficit (o quizá exceso) de atención. El tópico de este texto es aquella imagen de aquellos encuentros alegres en el inmisericorde desierto árabe. No es absurdo que los beduinos, sometidos por el Sol, pasturaran al alba y al ocaso, y descansaran así durante las horas altas del Sol y durante la noche cerrada. Tampoco lo es que algún eremita cristiano se cruzara con ellos durante aquellas horas. El vino, que siempre ha unido y alegrado las vidas de los hombres, hubo de ser para los árabes tan preciado como la propia mirra (y al contrario que ésta, símbolo de la muerte, saciaba de vida los estómagos históricamente inocuos). Yo, que también adolezco de fantasía, me deleito imaginando la calidez primitiva de aquellos encuentros y no puedo olvidar las Cruzadas, la Reconquista, Lepanto, Irak, Charlie Hebdo, como un hombre que reencuentra en la vejez una foto de sí mismo con su irreconciliado hermano. Sólo a veces podríamos ser como niños y regresar a la inteligente ingenuidad del perdón.