Una influencia teleológica me atrae a todos los puntos de la Tierra. Siento, sufro el marchitarse de la vida cuando un lugar envejece en ella; cuando mi vida envejece en un lugar. Uno de los últimos recuerdos que puedo desenterrar cuando excavo en los estratos de mi memoria es el siguiente: un niño mira una montaña por encima de una valla. En ese sentido no he cambiado: el niño soy yo, la montaña es todos los lugares y la valla es esta habitación ascética que me oprime el pecho. En otros pienso que sí; lo quiero creer. Me hiere menos que no lo entiendan; que me condenen, que me insulten. Es sólo su opinión, su forma de vida; tan válida como cualquiera -quizá menos enjundiosa, menos intensa, menos vida ("un placebo"). Me venden comodidad como si fuese la forma suprema de vivir. Lo siento, incluso por mí. Pero no. Al final entiendes y tienes que asumir que hay que elegir y perderte la otra mitad, lo que pudo haber sido. Voy a perderme las infinitas posibilidades que me ofrecéis (¿puedo elegir lo que me está matando?) porque no puedo olvidar el horizonte, los caminos que no he recorrido, las lenguas que no entiendo, los libros que no he leído. Una influencia teleológica me atrae a todos los puntos de la Tierra.
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