viernes, 2 de octubre de 2015

El Afuera III

         Cuando regresé de Más Allá del Afuera a través del Inmenso Agujero de las Alturas creía que, a pesar de toda la vastedad del mundo, no me quedaba nada esencial por descubrir. Había visto la comprensible muerte que llega en silencio y parte sin más; y la inasumible muerte que arrasa con estrépito y parece no irse nunca. Había visto que el mundo carece de límites; que sus seres son tan variados como semejantes; que laten en el interior de nuestra existencia potencias inimaginables. Lo que aún no había visto, empero, es que una cosa es saber la teoría, y otra muy distinta es vivir la práctica.
            La vastedad del mundo es, en sí misma, atroz, pues reduce a sus criaturas a una mínima expresión; y permite la cabida de fenómenos ilimitadamente grandes que, sobre unos seres infinitamente pequeños, pueden resultar catastróficos. Sin embargo, dicha vastedad no es menos temible por los seres que puede contener: del mismo modo que su inconmensurable tamaño puede dar cabida a enormes accidentes, también puede albergar gigantescas criaturas. El pánico agorafóbico que sufrí cuando salí del Interior, o cuando finalmente salí Más Allá del Afuera, debía de suponer esta posibilidad, pero no recuerdo haber tenido conciencia de ella hasta que sentí un apocalíptico retumbar sobre la superficie. Rápidamente pensé que podía ser una nueva catástrofe, como un terremoto, pero mi desbocada imaginación, acostumbrada a las sorpresas desagradables, me llevó a adivinar la existencia de una inmensa criatura Más Allá del Suelo Vertical.
Una vez más, quizá la última, quedé paralizado. ¡Podía sentir los Cuatro Suelos Verticales vibrar a su paso! Si aquél temblor provenía de un ser vivo como los que habitábamos el Afuera Interior, tenía que ser de un tamaño descomunal. Estaba sumido en el pánico. ¿Qué sería de mí? ¿Qué sería de nosotros? En aquél instante infinito en que aguardaba la inminente irrupción de la Bestia, me sorprendí preocupándome por los otros. A pesar del profundo terror que me atenazaba, pude intuir que la otredad se hace propia cuando algo todavía más ajeno hace aparición; que seres que rivalizan por la supervivencia en un nicho cualquiera se reconcilian ante una amenaza común.
Busqué a aquellas criaturas de reojo.  En las alturas, los Seres que Revolotean seguían con su errática búsqueda de no se sabe qué. En el Suelo Inferior, a lo lejos, los Tímidos Seres de las Distancias no parecían tener más suspicacia que de costumbre. ¿Acaso no temían aquellas pisadas? Rápidamente, el miedo fue convirtiéndose en confusión, y me decanté por creer que si aquellos seres que habitaban el Afuera mucho antes que yo actuaban con normalidad ante el retumbar de los pasos de aquel coloso éste no tenía que ser tan peligroso.
Mi cuerpo se distendió. En las alturas, los Seres que Revolotean trazaban círculos, como orbitando un lugar invisible. Todo parecía más en orden que nunca. Estaba pensando con emoción que al fin aquellos seres habían encontrado el objeto de su incansable búsqueda cuando una inmensa ola de viento me empujó por un costado. Más rápidamente de lo que se habían ido, mis más profundas y temibles pesadillas regresaron de las tinieblas. Alertado, dirigí mis sentidos hacia el origen del vendaval, en algún punto de los límites del Afuera.
Todavía hoy me cuesta creer lo que ocurrió. Movido por una fuerza estratosférica, un sector rectangular de uno de los Cuatro Suelos Verticales se había despegado del resto, y se abría como las fauces de aquellas bestias que una vez quisieron arrastrarme a la muerte. Fue entonces cuando lo vi. Debía de medir mil veces mi altura y ocupar otras mil veces mi volumen, pues su cabeza no distaba mucho del Suelo Superior y sus miembros extendidos sobrepasaban el espacio abierto en el Suelo Vertical. No sé si podré expresar lo que sentí, sinceramente. Una angustia abrasadora inundó mi cuerpo y me nubló los sentidos.  Desesperado, corrí en todas direcciones en busca de un refugio, pero el Afuera es un páramo vacío y toda búsqueda de nada es vana. Descubrí, sin embargo, que era más rápido que él, y eso me dio confianza para ganar tiempo hasta hallar un lugar seguro.
Tras un tiempo incierto de huidas erráticas, llegué al pie de uno de los bordes del sector rectangular abierto en el Suelo Vertical. Noté por primera vez que esa parte de la superficie era más oscura que el resto. Movido por el más profundo instinto de supervivencia, apoyé un miembro tras otro sobre ella y comencé a escalar hacia las alturas. A cada paso experimentaba una mezcla más intensa de acercamiento a la salvación y de inminencia de la muerte. Era como si dos visiones diferentes de la realidad estuviesen chocando en mi interior; tenía que creer en una, pero la otra era tan incontestable… Iba a morir.
Resbalé; la superficie era más inaprensible de lo habitual. Pude sostenerme apenas agarrado a un pequeño saliente, y supliqué a un ser invisible que me proveyese de la descomunal fuerza de los Seres de Más Allá del Afuera. Fue en vano, pero aprendí que el terror nos hace creer que existen seres superiores a los que podemos encomendarnos, cuando en realidad éstos son tan inmisericordes como la naturaleza misma. Miré a aquella inmensa criatura a los ojos, grandes como mi cuerpo. Pude ver que su forma era ovalada y que estaban compuestos por espacios concéntricos: uno elíptico y dos circulares. El primero era de color blanco; el segundo, de un color más oscuro; el tercero, el más reducido, de la más profunda e insondable negrura.  Eran (me sorprendió) extrañamente hermosos. Y me estaban mirando. Este hecho, no necesariamente terrible, me pareció insoportable, e impulsado por el pánico emprendí de nuevo mi infructuoso ascenso hacia las alturas del Afuera.
Pasado no mucho tiempo (un tiempo de solo escalada y terror) alcancé la cumbre. En ese momento sufrí como si todo el peso del mundo cayese sobre mis miembros; descubrí que la esperanza es una ilusión, y que las ilusiones son irreales; que la realidad es un lugar inhóspito y descorazonado. Al final de la franja oscura del Suelo Vertical por la que acababa de subir el borde se desviaba y pasaba a ser una franja horizontal, al final de la cual, pude atisbarlo en la distancia, volvía a desviarse y a descender verticalmente. No había ninguna guarida, ni ninguna obertura al Interior; no me esperaba la salvación. Aquél borde era un bucle, un círculo como los de los Seres que Revolotean, pero, en lugar de en torno a un hallazgo invisible, éste lo hacía alrededor de la nada misma.
Lo que pasó después no lo recuerdo con precisión, ni logro entender los pocos retazos inciertos que quedan en mi memoria. Al principio confié en que, de la misma forma que me había desvelado tantas verdades acerca del universo, el devenir me mostraría más tarde o más temprano el significado de aquella mirada, de aquellos pasos, de aquel adiós. Ahora que tanto tiempo ha pasado, una vida tal vez (pues no sé cuánto es una vida en este lugar oscuro y silente), y que sigo sin entender aquellos instantes remotos, ya no creo que el mundo vaya a enseñarme nada. La muerte se avecina, y coqueteo con ella como una vez lo hice con la oscuridad, la humedad y la estrechez de este Interior que ya ni siquiera es mío (pues no hay regreso posible al hogar una vez se ha salido de él).

Recuerdo, en fin, que quedé paralizado, que mi cuerpo latía violentamente; que miraba hacia todas partes, como en busca de una salida. No podía creer que aquel fuese el final. También, que quise sentir la casi apoteósica conformidad con la muerte que me había colmado cuando los Pequeños Seres del Suelo Vertical me transportaban hacia su guarida de Más Allá del Afuera. Pero las emociones, como quizá todo en este mundo incomprensible, no se pueden elegir, y sufrí el definitivo terror de la muerte durante la eternidad que duraron aquellos remotos instantes.
Aferrándome a la vida, me moví sin más, y finalmente inicié mi descenso por la franja oscura del Suelo Vertical. En aquél momento pensé que lo hacía por ganar tiempo, por seguir viviendo unos instantes más, pero más tarde descubrí que mi instinto tenía un propósito más concreto. A medio camino quedé enganchado en un saliente y, haciendo fuerza para liberarme, me impulsé demasiado y caí al vacío. Todo mi ser era la fuerza de la supervivencia. Me puse en pie y eché a correr hacia ninguna parte, notando que el Coloso se había apartado a mi caída, como asustado de mí. Aproveché su vacilación para alejarme más de él, y sin darme cuenta penetré de nuevo en la oscuridad del Interior, de donde no he vuelto a salir, ni espero hacerlo jamás, pues las maravillas del Afuera son apenas luceros en la negra noche de sus atrocidades.




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