jueves, 25 de mayo de 2017

El principio de todas las cosas

Notaba cómo empezaba a anegárseme la vida; cómo dejaba de ver los destellos de las hojas de palma, de escuchar el trinar de los pájaros; como se me terminaban de joder los últimos días en aquella preciada casa donde había encontrado, de rebote y por azar, algo no muy distinto a la felicidad. Pero manchar el homenaje de las últimas veces me importaba en realidad un carajo; lo peor era esa tensión en el ceño, esa parálisis general, ese miedo, esa impotencia, ese cagarse en Dios a cada rato.
La música no inspiraba como alguna vez. La literatura eran hormigas sin rumbo fijo y un pretexto inconsciente para perderse. Decidí levantarme y hablar con el espejo, pero estaba demasiado embotado y hasta somnoliento, y éste se cansó pronto de contestarme. Finalmente me dormí sin haber encontrado el principio de todas las cosas, y al día siguiente, al despertar, era un día más, un día menos, el día de siempre, como si no hubiera otro, cojones. Y el lastre seguía ahí, prendido en el entrecejo fruncido, atenazado en las sienes, cargado sobre la espalda, pendiendo del mentón, como un cencerro. 
Quise ver que el problema era fundamental y que tenía que ver con el origen del Universo, el principio de todas las cosas, y acabé por descubrir, derrotado en la terraza del primer bar que pude alcanzar, y asido a la maldita copa de vino de siempre, que si la solución estaba allí, el problema estaba en el origen de la propia vida, mi vida, en cómo el mecanismo de la existencia o el azar había lanzado a mis padres, movidos por el deseo y un poco de azúcar, a aquella cama vieja de aquella vieja casa sin viejos (que ya era casualidad que no estuvieran, o que dejaran las llaves siquiera); y cómo en aquel encuentro azaroso, en el vaivén de la lujuria (acto germinal de todos nosotros y tan patéticamente despreciado desde siempre por todos nosotros) había salido yo de los cojones de mi padre para ir al vientre de mi madre; así, tal como estaba (¿Cuántos otros seres en potencia perdieron su última oportunidad de ser aquella tarde, mientras sonaba One en todas las radios del mundo, la URSS tocaba fondo y Scent of a Woman coronaba a Pacino con un merecido Óscar?) con esos genes heredados y no otros (había más, sí, pero esos fueron los que tocaron; azar, mecanicismo); con ese futuro prefabricado ya por la diosa Fortuna, y no otro; por mucho empeño, mucho ir y venir y mucho circunvalar, circunscribir y cincelar las circunstancias; mucho figurar. Todo estaba escrito en aquel código genético del demonio. Llegado un momento abrí los ojos y empecé a ver aquellas circunstancias e incluso aquella pauta inscrita, y empecé también así (porque a su vez estaba escrito) a sentir. Y, en fin, concluí que yo no era más que aquella mano de naipes cualquiera, emborronados y cuarteados por el tiempo, aquel ojo triste y otra mano con que jugar aquellas cartas. Y no otras.
Así que apuré el tinto, pagué (porque entre mis cartas estaba también esa), y me fui a comprar al supermercado de enfrente, porque la vida había que seguirla si no se era lo suficientemente valiente.

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