martes, 29 de septiembre de 2015

El Afuera I


Antes el mundo era justamente tal como era. Ahora sé que el mundo no es sólo así, y sé también que lo que yo creía que era tan sólo el mundo era, en realidad, un lugar oscuro, húmedo y estrecho. Todos esto lo ignoraba yo absolutamente hasta que salí afuera. ¡El mundo es también el afuera! Un lugar cegador, seco y amplio. A menudo revolotean en él seres ignotos, algo más pequeños que yo, como buscando algo. Me queda la sensación de que aquí todo ser va como en busca de algo. En el interior, de donde yo vengo (ya es la tercera vez que pronuncio esa extraña palabra: “yo”), nadie busca nada; todo está en todas partes: la humedad, las sales, la oscuridad, la vida que nos da la nuestra. En el afuera apenas hay algo de todo esto, y está como perdido entre tanto vacío.
El suelo es el mismo, y me reconforta; me da un miedo atroz imaginar que desaparece y me suspendo en el aire como esos seres erráticos que vuelan nadie sabe a dónde. ¿Nadie? En la distancia, siempre a lo lejos, pues parece que mi presencia les aterra tanto a ellos como a mí la suya, he vislumbrado otros seres. Caminan despacio, como para pasar desapercibidos. Calculo que son, como los seres que revolotean, más pequeños que yo; si bien no tanto como éstos. Viven aislados, escondidos; buscan, como los que son de donde vengo, la oscuridad, la humedad, la estrechez; el interior.
El afuera es un lugar tan vasto que siempre escapa a todo intento de definición. He procurado durante un tiempo moverme con cierto sentido, pero donde nada hay, donde todo es lo mismo, son absurdos los rumbos. Cansado de seguir una dirección determinada, he optado por dejarme llevar, tal como parece que hacen los seres que revolotean. Para no perderme, he inventado el concepto de puntos de referencia; pero el único que conozco es el del interior, que aún puedo ver, y sentir, en la distancia.
Es algo más que percibir eso de “sentir”. Es verdad que capto la presencia del lugar del que procedo, mi viejo mundo, mi hogar… Pero, conforme pasa el tiempo, crece en mí una sensación como de ausencia, de vacío reciente, de falta. Si de pronto perdiese mi referencia, creo que dejaría de errar sin más y emprendería la búsqueda. ¿Es eso lo que buscan los seres que revolotean? ¿Su hogar?
He encontrado ya varios de ellos en el suelo, sorprendentemente inmóviles. La primera vez me asusté tanto que me quedé parado en la distancia, sin atreverme a mover ni un solo miembro. La rareza me aterra. Aquél ser había sido para mí apenas un objeto en el aire, un ser de otra dimensión, pues provengo de un mundo donde no existe la altura y mi hábitat es el suelo; y jamás había sabido de alguno tanto tiempo detenido. ¡Quedé paralizado! En un momento imaginé que había descendido de las alturas para devorarme y que esperaba inmóvil, acechante, que me acercara a él para saltar sobre mí. Tanto me aterra la rareza. Descubrir que un ser que hasta ese instante era para mí un habitante de las alturas podía también desenvolverse por la misma superficie por donde me movía yo me generaba un terror epistemológico, un miedo como de atrocidad; me resultaba, para ser claro, una aberración. Lo mismo puedo decir de su inmovilidad.
Pasamos un tiempo así, los dos parados, frente a frente aunque a lo lejos. Fue entonces cuando descubrí el último de mis miedos y el pobre estado de aquella criatura. Es curioso, porque hasta ese instante en que movido por cierta intuición me acerqué a aquél ser excepcional, el hedor de la humedad siempre me había parecido el olor de la vida. En ése preciso instante descubrí que también era el de la muerte, y descubrí también la muerte misma.

Desde entonces entiendo por qué se esconden los pequeños seres de las distancias. En aquella inmovilidad había algo natural, pero a su vez aterrador. Cómo es posible que lo natural, y por ello necesario, nos aterre, es algo que escapa a mi impotente comprensión. De lo único que estoy seguro es que quiero volver al interior, donde no existía la muerte, y donde no caben los inconmensurables seres cuyas pisadas siento en el suelo. No los veo; permanecen, incomprensiblemente, más allá de la vastedad. Cómo es eso posible también lo ignoro y prefiero seguir ignorándolo, porque el afuera es cada instante más revelador pero al mismo tiempo más terrible. 

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