Todo
cuanto creía ha sido una equivocación. El Afuera, «lo exterior» para un ser
nacido y criado en lo que he llamado Interior, es tan sólo una minúscula parte
del mundo. Todavía me es inconcebible. ¿Cómo puede caber algo más allá de la
misma vastedad? Desde que salí afuera, al verdadero Afuera (¿o habrá otros
afueras, más vastos, más inconcebibles, más atroces?), entiendo que lo que yo
llamaba vastedad era, como ya dije una vez, amplitud. En una forma muy
semejante a cómo descubrí la existencia de lo estrecho o de lo vasto mismo, he
descubierto que entre ambos conceptos cabe un término medio. He podido
confirmar, de paso, que sólo conocemos la naturaleza de las cosas cuando las
comparamos con otras. Me es terrible imaginar la existencia de algo más grande
que lo que he visto Más Allá del Afuera.
La
crónica de este nuevo hallazgo comenzó cuando, pasado un tiempo incierto, mis
pasos erráticos toparon con un nuevo accidente: un suelo vertical. Al principio
sufrí un terror metafísico (¡cuánto me aterra la rareza!), pero recordé mi
ridícula experiencia con el ser caído de las alturas y me convencí de que,
aunque resultase nueva para mí y no la entendiera, esta condición del espacio
debía ser tan natural como las otras. Como el suelo, era de un blancor cegador –he descubierto que el
interior del cual provengo es negro, así como los seres que revolotean por el
aire. También sé, ahora que he estado, desafortunadamente para mi cordura, Más
Allá del Afuera, que los Tímidos Seres de las Distancias son del mismo color
anónimo que la mayoría de los cuerpos de ese espacio inabarcable.
No habíame convencido aún de que ese nuevo terror era más absurdo que el anterior cuando divisé en lo alto una sinuosa cadena de nuevos pequeños seres. Caminaban sobre el Suelo Vertical y todos parecían hacerlo en dirección a un mismo sitio -más tarde descubriría la terrible localización del mismo, y la no menos terrible naturaleza de sus habitantes. Envalentonado por la morigeración de mis temores, e intrigado por un mundo cuyas sorpresas parecían no tener fin (y que aún lo parecen), seguí la dirección del desfile. Durante un tiempo pude hacerlo sin mayores problemas que el de tener que mirar hacia lo alto para no perderlos de vista. ¡Cómo iba a imaginar que delante de mí, a una distancia incierta, se elevaría un nuevo suelo vertical! Tan absorto iba mirando a las alturas que no pude verlo mientras me acercaba a él, y no supe de su existencia hasta que me recuperé del sopetón y del susto.
Por unos instantes sufrí de impotencia; después de la eternidad de la nada, cualquier objetivo se erige casi como el sentido último de la existencia. Sentía que, si no quería volver al tiempo indefinido del vacío, la planicie, la luz cegadora por todas partes, tenía que seguir a esos pequeños seres. Se me ocurrió que si ellos podían caminar por el Suelo Vertical, por qué no podría hacerlo yo también. Después de todo, no era como moverse por el aire tal como hacían los Seres que Revolotean; ellos, lo pude comprobar durante mi experiencia con el Caído, estaban provistos de unas membranas que agitaban frenéticamente para mantenerse y desplazarse por el vasto espacio de las alturas. Lo que me unía con los Pequeños Seres del Suelo Vertical era más que lo que nos separaba -puede decirse que ambos éramos superficiales: necesitábamos del contacto con una superficie para poder desplazarnos. No mucho más tarde descubrí, con profundo terror, que nuestras diferencias nada tenían que ver con el movimiento y eran mucho más atroces que cualquier distinción física.
Al cabo de esta maraña de intuiciones y reflexiones coloqué uno de mis miembros sobre la superficie del Suelo Vertical y sentí que me agarraba. La inmensa sensación que me llenó es definitivamente inefable. No sé si puedo utilizar alguna metáfora o alguna comparación; puedo decir que nada hay como descubrir que tu naturaleza no está reducida a lo que a lo largo de toda tu vida creías que estaba; que nada hay como descubrir que hay más dimensiones además de la tuya, ¡y que puedes caminarlas! A menudo fantaseo que también puedo volar como los Pequeños Seres de las Alturas; o que puedo devolver a los Caídos el intangible latido que ya no está cuando los encuentro irremediablemente inmóviles (es extraño pensar que mi mundo es el cementerio de otros seres. ¿Será el suyo el cementerio de los que son como yo? ¿Hay otros como yo? De nuevo esa palabra. Como con todo, no supe de mí hasta que supe de otros. Tan diferentes, tan opuestos, y sin embargo los Pequeños Seres que Revolotean me han devuelto la imagen de mí mismo, y me han mostrado mi propia existencia). Entusiasmado, apoyé un miembro tras otro y emprendí mi ascenso hacia las alturas insospechadas del Suelo Vertical, en pos del riguroso desfile de los seres encadenados.
No habíame convencido aún de que ese nuevo terror era más absurdo que el anterior cuando divisé en lo alto una sinuosa cadena de nuevos pequeños seres. Caminaban sobre el Suelo Vertical y todos parecían hacerlo en dirección a un mismo sitio -más tarde descubriría la terrible localización del mismo, y la no menos terrible naturaleza de sus habitantes. Envalentonado por la morigeración de mis temores, e intrigado por un mundo cuyas sorpresas parecían no tener fin (y que aún lo parecen), seguí la dirección del desfile. Durante un tiempo pude hacerlo sin mayores problemas que el de tener que mirar hacia lo alto para no perderlos de vista. ¡Cómo iba a imaginar que delante de mí, a una distancia incierta, se elevaría un nuevo suelo vertical! Tan absorto iba mirando a las alturas que no pude verlo mientras me acercaba a él, y no supe de su existencia hasta que me recuperé del sopetón y del susto.
Por unos instantes sufrí de impotencia; después de la eternidad de la nada, cualquier objetivo se erige casi como el sentido último de la existencia. Sentía que, si no quería volver al tiempo indefinido del vacío, la planicie, la luz cegadora por todas partes, tenía que seguir a esos pequeños seres. Se me ocurrió que si ellos podían caminar por el Suelo Vertical, por qué no podría hacerlo yo también. Después de todo, no era como moverse por el aire tal como hacían los Seres que Revolotean; ellos, lo pude comprobar durante mi experiencia con el Caído, estaban provistos de unas membranas que agitaban frenéticamente para mantenerse y desplazarse por el vasto espacio de las alturas. Lo que me unía con los Pequeños Seres del Suelo Vertical era más que lo que nos separaba -puede decirse que ambos éramos superficiales: necesitábamos del contacto con una superficie para poder desplazarnos. No mucho más tarde descubrí, con profundo terror, que nuestras diferencias nada tenían que ver con el movimiento y eran mucho más atroces que cualquier distinción física.
Al cabo de esta maraña de intuiciones y reflexiones coloqué uno de mis miembros sobre la superficie del Suelo Vertical y sentí que me agarraba. La inmensa sensación que me llenó es definitivamente inefable. No sé si puedo utilizar alguna metáfora o alguna comparación; puedo decir que nada hay como descubrir que tu naturaleza no está reducida a lo que a lo largo de toda tu vida creías que estaba; que nada hay como descubrir que hay más dimensiones además de la tuya, ¡y que puedes caminarlas! A menudo fantaseo que también puedo volar como los Pequeños Seres de las Alturas; o que puedo devolver a los Caídos el intangible latido que ya no está cuando los encuentro irremediablemente inmóviles (es extraño pensar que mi mundo es el cementerio de otros seres. ¿Será el suyo el cementerio de los que son como yo? ¿Hay otros como yo? De nuevo esa palabra. Como con todo, no supe de mí hasta que supe de otros. Tan diferentes, tan opuestos, y sin embargo los Pequeños Seres que Revolotean me han devuelto la imagen de mí mismo, y me han mostrado mi propia existencia). Entusiasmado, apoyé un miembro tras otro y emprendí mi ascenso hacia las alturas insospechadas del Suelo Vertical, en pos del riguroso desfile de los seres encadenados.
Por
prudencia, más que por miedo, no me acerqué a la caravana, así que los seguí
algo distanciado a lo largo de su recorrido, que parecía como hecho y deshecho
desde el mismo comienzo del mundo; tan automáticamente se movían. Curiosamente,
su movimiento era horizontal en una dimensión vertical. Al final de lo que yo
creía que era todo el recorrido y que en realidad resultó ser tan sólo un tramo,
el horizonte se convirtió en columna, y los primeros seres de la cadena
empezaron a desaparecer como por un agujero inmenso en las mismísimas alturas
de las alturas. Yo hacía tiempo que había superado mis temores y estaba
fascinado, absolutamente entusiasmado. Quería seguirles hasta el último confín
del mundo, contemplar de una vez el final del afuera. Ahora sé que ese
pensamiento es propio de un conocimiento primitivo del universo, y que el
entusiasmo es dichoso pero tan vano como la misma vastedad del mundo.
Cuando
hubo desaparecido el último de aquellos Seres del Suelo Vertical por el Inmenso Agujero de las Alturas comencé mi escalada hacia lo desconocido. Con cada paso
hacia arriba me excitaba más. Llevaba sin descansar un tiempo que me parecía abismal,
como si una vida me separara de mi reducida existencia en el Interior; pero, en
lugar de cansancio, mis miembros estaban como exultantes de energía, como si un
motor trascendental los hubiera cargado para llevarme más allá, siempre más
allá, hacia lo oculto. Cuando me asomé por el Inmenso Agujero de las Alturas ya
el miedo a lo desconocido, a la rareza, había amagado con volver y fue en ese instante cuando definitivamente se apoderó de mi ser. Ante mí se extendía, en todas
direcciones, una vastedad que reducía a una pequeña parcela lo que hasta ese
momento yo había llamado el Afuera; ¡creía que los suelos verticales eran los
límites del mundo! Entonces descubrí cuán equivocado estaba, y cuán inútil es
pretender conocerlos. Deslumbrado por la luz y sobrecogido por la inmensidad,
avancé sobre la superficie ya horizontal del agujero, y de repente noté un
molestó tirón de uno mis miembros. Aterrado, comprobé que era uno de los Pequeños Seres del Suelo Vertical, que estaba intentando arrastrarme hacia más
allá del agujero, a saber con qué mortíferas intenciones. Aparecieron cientos
de ellos como de la nada y me atraparon con una fuerza inimaginable. Yo procuré
zafarme desesperadamente, pero ni todo mi tamaño podía doblegar la diligencia,
el número y la tenacidad de aquellos seres abominables. Arrastrado hasta el
borde del abismo, entre toda mi agitación por sobrevivir sentí la desesperación
de haber cometido un error fatal, de haber firmado mi propia sentencia de
muerte.
De pronto, un vacío inmenso subió rápidamente por mi interior y choqué contra el suelo. Aquellos seres no eran tan inteligentes como tenaces; en su ansiada lucha por llevarme con ellos habían descuidado el borde del agujero y todos juntos nos precipitamos hacia el abismo. Movido por el instinto de supervivencia corrí hacia el suelo vertical exterior, pero sobre su superficie todavía descendía una horda de aquellos seres terribles, y aprendí que la suerte se marcha tan rápido como llega.
De pronto, un vacío inmenso subió rápidamente por mi interior y choqué contra el suelo. Aquellos seres no eran tan inteligentes como tenaces; en su ansiada lucha por llevarme con ellos habían descuidado el borde del agujero y todos juntos nos precipitamos hacia el abismo. Movido por el instinto de supervivencia corrí hacia el suelo vertical exterior, pero sobre su superficie todavía descendía una horda de aquellos seres terribles, y aprendí que la suerte se marcha tan rápido como llega.
Ya
no luché por mi vida. Me dejé llevar, resignado a la muerte, y entendí, en
medio de la vastedad del mundo y de la bestialidad de sus criaturas, que toda
pretensión por trascender es absurda. La verdad me pareció tan aberrante que me
alegré de estar avanzando hacia la muerte, y si hubiera podido comunicárselo a
aquéllos seres bestiales hubiese caminado yo mismo hacia mi destino con más
velocidad de la que llevaban ellos transportándome sobre sus pequeños miembros.
Pero nada hay predestinado en este mundo caótico, y tan pronto como había
venido y se había ido, la suerte volvió. Llevado como iba boca arriba, noté que
el suelo superior, hasta ese momento de un color próximo al blanco, había
comenzado a oscurecerse, y que el ambiente era ahora más húmedo que cuando me
cogieron al pie del Suelo Vertical. Varias de aquellas bestias surcaron las
alturas provistas de unos miembros como los de los Seres que Revolotean.
Parecían apresurados, pero si algo comunicaban a los demás nunca lo supe, pues
todo era silencio en aquella vastedad fría y descorazonada. Sentí la humedad y
el helor crecientes, e imaginé que estaba volviendo a mi hogar, a la oscuridad,
la humedad y la estrechez del interior -no sé si fue casualidad que el lugar de
mi muerte se pareciera tanto al de mi nacimiento; acaso aquellos seres no eran,
después de todo (y tal y como quise creer al principio) tan distintos de mí.
Así de ensimismado iba, pensando que la muerte era como un regreso, cuando un
dulce frescor reventó sobre mí y resbaló por mis costados, haciéndome creer que
ya estaba yo muriendo. Pero de pronto las pequeñas bestias de mi sacrificio
soltaron mi cuerpo y echaron a correr no más ordenadamente que los Seres que Revolotean por las alturas del Afuera Interior, como huyendo de una
catástrofe mortal. Enormes óvalos de agua caían por todas partes, atrapando en
su interior a aquellos seres miserables, inmovilizándolos, ahogándolos.
Tan pronto como la conformidad con la muerte había llegado, se marchó, y afloró de nuevo en mí el instinto de supervivencia. Dado que mi cuerpo era tres veces más grande que aquellos óvalos que se precipitaban desde el ennegrecido suelo superior, en lugar de atraparme dentro de sí, reventaban contra mi tórax, y pude gozar de verme liberado. No obstante, las experiencias de los últimos tiempos me habían enseñado que la suerte es veleidosa y que la misericordia no es una de las virtudes del mundo. Eché a correr, esquivando y resistiendo mal que bien los enormes óvalos de agua hasta que finalmente pude refugiarme bajo el amparo de una extraña superficie del color de los Tímidos Seres de las Distancias.
Desde mi privilegiada situación pude contemplar la caída de la sociedad de los Seres del Suelo Vertical: sus caminos fueron borrados; su guarida se anegó de agua y sus crías se ahogaron en ella; sus interminables hordas sucumbieron en la superficie, asfixiadas bajo el peso de los ópalos. Apenas sobrevivieron unos pocos; todavía recuerdo que, al pasar entre ellos, era posible atisbar como un latido de nostalgia entre toda su bestialidad. Eso me conmovió, pues ni siquiera antes de que me atraparan había supuesto que tuvieran capacidad para el sentimiento. Ahora pienso que tal vez lo imaginara, afectado como iba por aquél cenagal de la muerte, y donde yo creí ver emoción en realidad sólo había el reflejo de los óvalos en sus ojos negros.
Tan pronto como la conformidad con la muerte había llegado, se marchó, y afloró de nuevo en mí el instinto de supervivencia. Dado que mi cuerpo era tres veces más grande que aquellos óvalos que se precipitaban desde el ennegrecido suelo superior, en lugar de atraparme dentro de sí, reventaban contra mi tórax, y pude gozar de verme liberado. No obstante, las experiencias de los últimos tiempos me habían enseñado que la suerte es veleidosa y que la misericordia no es una de las virtudes del mundo. Eché a correr, esquivando y resistiendo mal que bien los enormes óvalos de agua hasta que finalmente pude refugiarme bajo el amparo de una extraña superficie del color de los Tímidos Seres de las Distancias.
Desde mi privilegiada situación pude contemplar la caída de la sociedad de los Seres del Suelo Vertical: sus caminos fueron borrados; su guarida se anegó de agua y sus crías se ahogaron en ella; sus interminables hordas sucumbieron en la superficie, asfixiadas bajo el peso de los ópalos. Apenas sobrevivieron unos pocos; todavía recuerdo que, al pasar entre ellos, era posible atisbar como un latido de nostalgia entre toda su bestialidad. Eso me conmovió, pues ni siquiera antes de que me atraparan había supuesto que tuvieran capacidad para el sentimiento. Ahora pienso que tal vez lo imaginara, afectado como iba por aquél cenagal de la muerte, y donde yo creí ver emoción en realidad sólo había el reflejo de los óvalos en sus ojos negros.
No
pude permanecer mucho más tiempo. Mi segunda visión de la muerte fue
inimaginablemente más cruda, más violenta y más devastadora que la primera.
Contemplada desde fuera, me pareció peor que la vida, por más absurda que ésta
resultase. Con estos pensamientos apenas resonando entre tanta aflicción, emprendí
el ascenso al Inmenso Agujero del Suelo Vertical y regresé al Afuera Interior.
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