El primitivo testimonio de las casidas preislámicas evoca una imagen entrañable: la de árabes congraciados por el encuentro con cristianos. Aunque ignoro hasta el más famoso de aquellos poemas, carezco de razones para dudar del ilustre Jesús Mosterín, quien afirma al respecto:
Los poetas árabes preislámicos citan con agrado sus encuentros en el desierto con los monjes y anacoretas cristianos, su lamparilla encendida en la noche y su vino embriagador.
La cita es de El Islam, uno de los muchos tomos de su difusora "Historia del pensamiento". Tras leerlo repetidas ocasiones, dudo si no han sido las evocadores imágenes de la "lamparilla [...] encendida en la noche" y el "vino embriagador" lo que me ha resultado entrañable. Siempre será un regalo hallar poesía en un texto científico, acaso más que en cualquier otro, porque entre demasiada monotonía sabe como caído del cielo.
Adolezco, como Stern (pero sin su talento), de digresismo, de déficit (o quizá exceso) de atención. El tópico de este texto es aquella imagen de aquellos encuentros alegres en el inmisericorde desierto árabe. No es absurdo que los beduinos, sometidos por el Sol, pasturaran al alba y al ocaso, y descansaran así durante las horas altas del Sol y durante la noche cerrada. Tampoco lo es que algún eremita cristiano se cruzara con ellos durante aquellas horas. El vino, que siempre ha unido y alegrado las vidas de los hombres, hubo de ser para los árabes tan preciado como la propia mirra (y al contrario que ésta, símbolo de la muerte, saciaba de vida los estómagos históricamente inocuos). Yo, que también adolezco de fantasía, me deleito imaginando la calidez primitiva de aquellos encuentros y no puedo olvidar las Cruzadas, la Reconquista, Lepanto, Irak, Charlie Hebdo, como un hombre que reencuentra en la vejez una foto de sí mismo con su irreconciliado hermano. Sólo a veces podríamos ser como niños y regresar a la inteligente ingenuidad del perdón.
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