Hay un armario en el segundo puerta uno del número 67 de la calle Cortázar que contiene una biblioteca infinita. Cada dos o tres meses lo abro por sus medianas hojas de madera y siempre descubro nuevos nombres; títulos y autores que no habían estado ahí en ninguna de las anteriores ocasiones y que, además, resultan oportunos, pues están relacionados con mis pensamientos o actividades. A pesar de que cada dos o tres meses me lleve dos o tres libros, el armario siempre está igual: medio lleno. Mis abuelos, que moran en la susodicha vivienda, no han abierto ése armario, desde que se mudaron, más que para limpiar el polvo que descansa sobre los dorsos y las tapas, a los que oculta de un leve, inolvidable, velo; y los demás, primos, tíos, padres y hermanos que transitan por delante de él, apenas saben que existe. Es una maravilla superviviente, infiltrada por las juntas de la gran torre de ordenador, y no quiero que la dinámica de éste, fría y decepcionante, desvele su borgiano misterio de Biblioteca de Babel. Hoy, que es (y fue) cualquier día cada dos o tres meses, me ha regalado Cantos de Vida y Esperanza y una novela de Theóphile Gautier, que tengo aquí delante, latiendo.
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