lunes, 18 de febrero de 2013

Anonimia

Negro. Blanco. Negro. Blanco. Negro. Blanco. Negro. Blanco. Negro. Blanco. Negro. Blanco. Negro. Blanco. Negro. Blanco. El paso de cebra nos separaba al tiempo que nos unía en el espacio. Mi cabeza giraba, seguida levemente por el cuerpo, hacia donde venían los anónimos coches, acogiendo en su plenitud la caricia mortecina de los rayos de un Sol en consonancia vespertino. Sentía relajación en todo el cuerpo, como si esos rayos fuesen la corriente de un jacuzzi de calma, y no recuerdo que pensaba. A la suficiente distancia para no poder definirlos con claridad se acercaba una pareja y lo que parecía ser su hijo, en brazos del hombre. Él aparentaba tener más de cuarenta años, aunque no muchos más. Y ella... ella me recordó a alguien que ya había visto, una muchacha que debía de vivir en mi mismo pueblo. Una muchacha anónima, insignificante para mí. La escena me resultó como una premonición, como un flashforward hacia el futuro de esa chica cualquiera. Al llegar a la orilla de la acera, cuando yo daba mis últimos pasos hacia la misma, ella me miró. El hombre reía divertido con el niño que portaba entre sus brazos, mostrándome su perfil izquierdo, y ella, más allá, separada por un espacio de alrededor de un metro, recogía una sonrisa prieta que no ocultaba unos ojos turbados. Me miró, como cuando un niño aburrido de tanto juego mira por la ventana hacia la oscura tarde de un día lluvioso, no sé si buscándose en el reflejo de la ventana que eran mis gafas, o si encontrándome, subjetivo, otro, anónimo entre la niebla de una vigilia inescrutable.

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