Diez años después, cuando regresó, al contrario que a
cualquier histórico vecino sedentario, le pareció que todo, aquella fortaleza
tardía, aquellas casas de cal y aquella rambla donde calló hacía años, había
encogido. La brisa devolvió las primeras hojas muertas del otoño y supo, aunque
más tarde lo olvidaría, que ese no era su pueblo y que jamás volvería a verlo.
Todo lo demás fueron reencuentros familiares, avituallamientos de nostalgias,
remanentes de amistades. Vio, como siempre, las bandadas de vencejos levantar
el vuelo en los olivos y percibió, extraño, que nunca se había ido. Bebió del
caño frío, comió de la res tibia. Ignoró casi todo, incluso la estampa
imborrable que, medio siglo después, quedaría impresa en la memoria de su primer
nieto; el valle pardo, el Sol poniente, las casas de cal, la fortaleza tardía.
Recordó, clandestino, la mano húmeda y prohibida de aquella niña olvidada; la
primera tarde en que su amor sometió a su timidez inamovible. Luego, despedidas
circunstanciales, partidas apresuradas, leteos.
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