domingo, 31 de marzo de 2013

Fuego

Aire. Necesito algo donde vomitar. O alguien que me escuche. Qué menos. Uno tiene que salir solo. Hacerlo por su cuenta. Ser independiente. Ser libre. Fuerte. Con recursos. Historia. Pero qué va. Naces y mueres, en esa muerte nocturna que no cesa y que cada vez es más agónica, rodeado de ausencias, de brazos etéreos, de abrazos ficticios. Y con la necesidad ineluctable de coger una mano y apretarla y decirle "por qué" e inclinar la cabeza y dejarla caer sobre su hombro y llorar, sin consuelo, sin perdón, sin más, porque ese es el consuelo y esa es la remisión, ni más ni menos. Pero no hay hombros hermanos en el infierno. No sería el infierno. El de cada uno. No hablo del auténtico, el cristiano o el africano, el de los diamantes de sangre. Hablo del interno, el que no se explica, el que se desconoce, el que prende un día y aniquila despacio pero intenso. El horror.

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