Se difumina el bosquejo, algo atrás. Las líneas, como encantadas por la melodía de un punji, emergen siseantes del papel y nos envuelven, distintas, asombrosas. Ahora no se pensó, pero se disfruta más, si cabe, que si se hubiera vaticinado, o que si hubiera sido tal como ideamos. De pronto llueve una cita, y por ella brotan en las entrañas nuevas sendas, nuevos ritos, horizontes paralelos; o se improvisa una acción, e ignorando los ladridos del gigante moralista, se bebe de la fuente ofrecida, del presente que él nos da.
El antes carboncillo en filas es ahora la cordialidad de una flor que se ve marchita pero que desborda vida por los surcos de su piel; es la casa amarilla de la esquina, abuelo; es la delicadeza de un amor desesperado que irradia luces; es un rostro atávico que cruza por delante, un momento; es la sombra de una mujer que envejece veinte años en lo que duran quince pasos; es el azar, la sorpresa, la ilusión, la nada que quiere llenarse, inundando mi cuerpo hasta los dedos, desbordándose por la fina membrana que son mis yemas hasta plasmar libelos, de música, de pintura, de vida, en alguna pared, también con sus ladrillos, con su historia, con su final...
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