Perdidos corazones
Ángeles Caídos
que a salto de mata aceros hienden
Al sobrino, al hijo, al nieto,
Al hermano,
Cuya misma sangre bate,
Y sangra...
¡Por los siglos de mi vida!
de fuego y hierro a tinta escrito
de cuando era la tierra
ternura de mármol tibio,
que soy el rey de bastos,
Y la puta de las espadas
¡Pues! al final de haber habrá
las nubes que inventar,
El agua, el viento, el barro,
Y atarse los ojos a la cerca
Del otro lado el prado,
Lo que hubiera
Y darse uno a volar
Puede decirse que dentro somos espacio. Quiero decir en la mente, en el alma. Ignoro los detalles concretos del mío, cómo se desarrolla ese espacio; y hasta el relieve más o menos general. Aunque sí conozco alguno: pozos hondos y oscuros, cegados por el tiempo o por el alcohol; y remolinos de aguas profundas. Hay también un tiovivo, un carrusel, donde me subo de vez en cuando y no consigo bajar.
Mi alma está infestada de rincones perversos. No puedo vagar tranquilamente por la vida; si me descuido, caigo. Hay espacios más sólidos; praderas de cuento, pistas de baile, playas en verano. Mi paisaje es la sabana africana, con sus días y sus noches, agujereada aquí y allá por madrigueras donde habitan miedos, y reflejada por un lago inmenso donde acechan sirenas que giran. No quiero jugar más.
Edimburgo está ahí fuera, al otro lado de la ventana, al otro lado de mi vida. Y yo en mi habitación, anegado en este trabajoso trabajo; y dentro, como tanto tiempo, de mí, con los ojos vueltos para adentro; mirándolo todo y viendo, como mucho, poco.
Han sido dos meses largos como vidas. Veo los primeros días, con aquella gente de Lleida tan bien educada, la capilla Rosslyn, Vueling robándonos tiempo; como a través de un vidrio traslúcido hecho de años y mundos. "Si haces cosas, pasan cosas". Han pasado tantas que han multiplicado el tiempo. Lo cierto es que no es este el que nos hace. Es la historia, son los hechos. El tiempo es solo el espacio donde nos ocurre todo. La mesa donde se tiran los naipes.
No sé cuán fuerte soy. A veces más, a veces menos. No sé cómo debería ser. Si un torero o un bravo. Si sacar el capote o la espada. Todavía no sé quién he de ser.
Pero aquí empiezo a ver claro quien soy.
Mañana, como cada día, me echarán a los perros. "Primera línea de infantería". "Carne de cañón". Pero siento el pecho henchido. Los nervios duros como cabos. Que vengan, que los estaré esperando. No por aquellos ni por nadie. Ni por deberes ni por mi palabra, que tanto guardo. Por mí, por volver a medirme, por orgullo, por vieja honra, por mis cojones.
Recuerdo que era una clase de música y nos tocaba exponer algo de nuestros músicos favoritos. Su vida, su carrera, sus canciones, su temática... Acabo de recordar también que nosotros, que éramos quienes éramos, cantamos "Llamando a la Tierra" de M Clan a coro (debió de sonar horroroso), pero la mayoría se limitó, como adolescentes normales, a componer lo que por entonces muchos querrían llamar collage; es decir, un mural, con fotos y algo de texto explicativo. El de los dos compañeros a los que tanta gratitud les guardo era azul celeste, y mostraba una serie de fotos en blanco y negro de un grupo de varios tíos vestidos de negro. En aquella época aborrecía de todo lo que desentonase, así que cuando abrieron el reproductor para poner el último videoclip de la banda escuché con cierto reparo. Sonaba metálico pero mesurado, y a la segunda vez que sonó el estribillo descubrí que me emocionaba. El grupo se llamaba Linkin Park.
Lo siguiente que recuerdo es que me hice íntimo de uno de aquellos dos colegas. Como muchos amigos, me traicionó un par de veces, pero antes (en realidad, durante, pero yo qué iba a saber) me pirateó la PSP y me metió varios juegos que he de decir que me flipaban en aquella época. Lo cierto es que se convirtió en una rutina ir a su casa, un duplex bastante acogedor a las afueras del pueblo, a escuchar sus lamentables confesiones de amores y desamores y a que me instalara algún juego que otro. Una vez, quizá la primera, me sugirió meterle música a la máquina. Yo elegí varias canciones que él tenía descargadas que a ambos nos alucinaban, y quiero recordar que le pedí, tímido porque no terminaba de creérmelo ni de encajar con lo que era y esperaba de mí, que me pusiera la canción de Linkin Park que habíamos oído en aquella clase de música. Se llamaba What I've Done.
No tengo el talento necesario para describir la canción, ni la poesía. Pero aquello era, joder, la hostia. Quise más. 'Mira' me dijo. Puso 'Given up'. 'No more sorrow'. 'Bleed it out'. El alma se me quería salir. Me emocionaba, pero no de alegría ni de tristeza; sentía que mi interior vibraba con ganas de brotar. Me llevé en aquel aparato todas las canciones que tenía.
La mañana del 20 de julio de 2017 habían pasado ya diez años de todo aquello. Me levanté como cada día sin demasiada alegría, y desbloqueé el teléfono para poner algo de música mientras me vestía. Pensé en U2, en Radiohead, en Arcade Fire (que estaba a punto de publicar album)... no debí de decidirme, porque lo siguiente que recuerdo es que descorrí las cortinas y miré por la ventana, hastiado por tanto trabajo y preocupado por la llegada de un nuevo grupo. Edimburgo estaba gris, como siempre. Volví al teléfono, abrí Youtube y escribí "The Little Things Give You Away", de Linkin Park. Llevaba muchos años escuchándolos de manera recurrente, pero desde que aborrecí el último disco, One More Light, unos meses atrás, apenas los había oído.
Esa misma tarde Chester Bennington se suicidó. Me lo vino a decir mi novia, que me envió un enlace de un diario nacional seguido de dos "joder". Alguien lo había encontrado ahorcado en su casa de California. Al parecer, viejas guerras con las drogas, el alcohol... Y abusos. Algo así decía el artículo.
En los últimos dos años puede que haya llorado 4 o 5 veces. Desde entonces he llorado todos los días.
"Tú ya lo sabías, hace tiempo (un tiempo sin fechas; el reloj no mide la vida. Han pasado muchas cosas, y eso es lo que te distancia, eso es lo que marca la diferencia; la eternidad que te separa). Que estás aquí para esto, para escuchar la melodía, para relajarte, para disfrutar, para esas pequeñas cosas (raro es el tópico que no acierte); dejar de arder de vez en cuando, mirarle estudiar, paladearle, mover la cabeza al ritmo extraño de Radiohead, sentir, volver a casa, mirar crecer la plaga de los libros; que todo ha sido una pesadilla recurrente pero para todos los públicos, un cuento de aventuras donde el bueno las sufre pero al final triunfa. Que la vida renace, que tú, yo, renazco, que todo esto tiene sentido ahora."
Notaba cómo empezaba a anegárseme la vida; cómo dejaba de ver los destellos de las hojas de palma, de escuchar el trinar de los pájaros; como se me terminaban de joder los últimos días en aquella preciada casa donde había encontrado, de rebote y por azar, algo no muy distinto a la felicidad. Pero manchar el homenaje de las últimas veces me importaba en realidad un carajo; lo peor era esa tensión en el ceño, esa parálisis general, ese miedo, esa impotencia, ese cagarse en Dios a cada rato.
La música no inspiraba como alguna vez. La literatura eran hormigas sin rumbo fijo y un pretexto inconsciente para perderse. Decidí levantarme y hablar con el espejo, pero estaba demasiado embotado y hasta somnoliento, y éste se cansó pronto de contestarme. Finalmente me dormí sin haber encontrado el principio de todas las cosas, y al día siguiente, al despertar, era un día más, un día menos, el día de siempre, como si no hubiera otro, cojones. Y el lastre seguía ahí, prendido en el entrecejo fruncido, atenazado en las sienes, cargado sobre la espalda, pendiendo del mentón, como un cencerro.
Quise ver que el problema era fundamental y que tenía que ver con el origen del Universo, el principio de todas las cosas, y acabé por descubrir, derrotado en la terraza del primer bar que pude alcanzar, y asido a la maldita copa de vino de siempre, que si la solución estaba allí, el problema estaba en el origen de la propia vida, mi vida, en cómo el mecanismo de la existencia o el azar había lanzado a mis padres, movidos por el deseo y un poco de azúcar, a aquella cama vieja de aquella vieja casa sin viejos (que ya era casualidad que no estuvieran, o que dejaran las llaves siquiera); y cómo en aquel encuentro azaroso, en el vaivén de la lujuria (acto germinal de todos nosotros y tan patéticamente despreciado desde siempre por todos nosotros) había salido yo de los cojones de mi padre para ir al vientre de mi madre; así, tal como estaba (¿Cuántos otros seres en potencia perdieron su última oportunidad de ser aquella tarde, mientras sonaba One en todas las radios del mundo, la URSS tocaba fondo y Scent of a Woman coronaba a Pacino con un merecido Óscar?) con esos genes heredados y no otros (había más, sí, pero esos fueron los que tocaron; azar, mecanicismo); con ese futuro prefabricado ya por la diosa Fortuna, y no otro; por mucho empeño, mucho ir y venir y mucho circunvalar, circunscribir y cincelar las circunstancias; mucho figurar. Todo estaba escrito en aquel código genético del demonio. Llegado un momento abrí los ojos y empecé a ver aquellas circunstancias e incluso aquella pauta inscrita, y empecé también así (porque a su vez estaba escrito) a sentir. Y, en fin, concluí que yo no era más que aquella mano de naipes cualquiera, emborronados y cuarteados por el tiempo, aquel ojo triste y otra mano con que jugar aquellas cartas. Y no otras.
Así que apuré el tinto, pagué (porque entre mis cartas estaba también esa), y me fui a comprar al supermercado de enfrente, porque la vida había que seguirla si no se era lo suficientemente valiente.