lunes, 24 de octubre de 2011

El árbol de nuestras manos

Tan siquiera yendo de luto, los fantasmas del ayer arman un escándalo en el entierro del último día. La voz del íntimo amigo que divaga con un emotivo monólogo es una idea abstracta que se mimetiza en las mentes de los creyentes, incapaces de captar los sonidos que emanan vanos de su boca. Cada fonema, cada golpe de voz, es un hecho que la relatividad hace insignificante matándolo nada más nacer, entregándolo a los brazos del olvido, de la nada. El hecho en sí, con todo lo que simboliza, parece una metáfora de la naturaleza del muerto, que llegó a serlo sin la oportunidad de dejar su imprenta en ese mundo en el que murió. Más cabe esperar de su hijo, pues del hijo siempre se espera más de lo que fue el padre, como si todo hijo fuese la versión perfeccionada de todo padre. Pero es una espera estéril: los fantasmas que en esta oscura noche profanan el último adiós del pasado día amargarán la primavera de su hijo e impedirán que su destino llegue jamás a cumplirse. Cuántas muertes son traiciones de alguna ley inerte que no deja vivir. Cuántas vidas son viajes de ida hacia el vivir que terminan antes de llegar a meta. Cuántos días, como el que yace tras de mí, no se apagarán al ser acariciados por las lágrimas de la nostalgia.
La vida es el regocijo de una muerte constante.

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