Si el océano fuera mensurable, si cupiese en una crónica la eternidad,
habría rodado un mes el reloj de arena que lanzamos aquella tarde de
primavera lombarda.
Tres éramos, casuales pero generalizantes en una trinidad tan azarosa como análoga de la omnipresencia divina, epígonos del infinito tres. Soñábamos que éramos y que nada más había, acaso vislumbrando. Tras una niebla inextricable yacían, en la eternidad de lo pretérito, las razones y azares precedentes de aquel instante. Habíamos llegado a aquel punto del universo (ilocalizable realmente aunque con mucho de alpino en el prejuicio) sin saber cómo y como si lo hubiéramos sabido.
Bajo nuestros pies latía tenue la Tierra. La magmática sangre de la madre apenas llegaba a aquella dorsal, no obstante la vida era frecuente, y no obstante Dios lloraba. Abajo, en lo profundo de la superficie, donde se siente, donde se vive, en el Limbo liminal de vida y muerte, de vida y sueño, del pasivo y el activo... Porque no vivimos ni en la estela que deja el vuelo de un gorrión ni la ilusión que fabrica el corazón, dentro; vivimos en la piel; abajo, en el fondo del valle, un lago de lágrimas de un Dios veleidoso, de un Dios mudante. Yo arranqué con las uñas de mi felicidad un puñado de arena del granito que nos soportaba, y se perdió entre mis dedos húmeda de mis lágrimas.
Uno de esos granos de arena sería yo, retornando a aquel instante en otro, cayendo ladera abajo, chocando contra el vidrio, húmedo.
Un instante, aunque perdido en el océano de los recuerdos muertos, fue en su momento. Y en él, un rostro eterno en algún lugar ha muerto por dos veces. No se llora por la muerte. Se llora por el olvido.
Ha muerto un rostro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario