Las historias suceden todas in media res. En una obra de teatro no hay protagonista que nazca en el desarrollo, y si lo hace, arrastra tras de sí un pasado propio del argumento, la imaginación, la precuela o la obra misma. Hasta el relato del Génesis bíblico, aún en el caso paradójicamente hipotético de que fuera histórico, tiene un "pasado" "x" en la figura eterna de Él, incluso sin haber habido tiempo. Toda historia está dejada por una mano invisible en el seno de otra historia que la incluye, que a su vez constituye otra más grande junto a otras de su misma dimensión. Y así como las historias se integran dentro de otras, nosotros, lo que quiera que seamos realmente, nos integramos en su fuero interno como historia. Y, como ellas, en tanto que somos homólogos, lo hacemos in media res. De repente abrimos los ojos y somos conscientes de un pasado que no recordamos vivir y de un futuro, no diré hipotético (muy pocos tienen la racionalidad suficiente para hacer de su futuro una hipótesis), figurado. Y aunque al final la obra termine, la historia sigue más allá, en la imaginación de cada uno o en la secuela a la que precede. Y eso que no creo en las secuelas propiamente dichas. No porque "segundas partes nunca fueran buenas" -lo cual no es cierto-, sino porque la secuela de una obra no aparece como tal en la mente de los que la integran. Vale que cualquier instante posterior puede ser la secuela del anterior (como de hecho es). Pero si dividimos antrópicamente el mundo en fracciones manejables. Más allá de nosotros no hay fragmentos. Solo todo. Como el que conformarían precuela y secuela. Como lo que creen los personajes.
Andaba tratando de recordar cómo descubrí aquél lugar. Pronto recordé que yo, si algo descubrí, y únicamente para mí, fue algún detalle de él. Si acaso alguna imagen mental. Pero el espacio físico y representativo me lo enseñó mi madre, un día, haciendo tiempo -ojalá se pudiera- por los barrios de la capital.Quizá también en ése otro entonces que relato estuviera descubiréndolo de algún modo, pero quién sabe. Puede incluso que jamás haya ido. Anoche soñé que maté a un hombre por segunda vez. No que lo maté dos veces o que soñé que lo mataba dos veces. Ambas. De madrugada, aterrizando sobre mi cuerpo sentado a un lado de la cama, he pensado que quizá sólo haya soñado una vez que mataba a un hombre dos veces en dos sueños. Quizá con el punto y final de esta glosa solipsista despierte y me extrañe de tan ralo sueño antes de disponerme a matar por tercera vez al mismo hombre.
La mujer seguía en lo alto del pedestal, encorvada sobre el canal circular al que vertía agua interminable. Era como una versión femenina de Cronos rociando tiempo sin parar. Esta vez el antaño florido jardín que cercaba a la mujer me decepcionó por su aridez; el caballo de Atila debió de ser una ola de frío siberiano. Donde siempre, o eso pensé, me senté a leer. Primero el lugar, ya luego un libro. Una paloma dibujó un arco en mi memoria en grácil vuelo desde la espalda hasta no recuerdo dónde. Ante mí, las personas coincidentes desfilaban ignorando proyecciones de mi discurrir.
Leído algo, muy poco, me levanté para abandonar por enésima vez aquél lugar oculto al trasiego rutinario; apenas sombra marchita del lirio blanco del pasado; eco atávico de nanas ancilares para "señoritos"...
La mujer seguía dándome la espalda. Su rostro estaba al otro lado, más allá, quizá en otro entonces. Inferí que era como el nombre de Dios, oculto bajo epítetos inservibles, o como el nuestro, velado tras antropónimos arbitrarios. Me fui de allí satisfecho, pero recordando que no sabía quién era. Me han puesto aquí, ahora también sobre una silla, y no sé por qué. Ni para qué. Ni quién soy. Si soy.
Ya sé que incurro en tautología, pero aún no lo he superado. Que un fragmento esté dentro de otro que está dentro de otro, así hasta el infinito, convierte cualquiera de ellos en nada. Y aunque los fragmentos sean artificiales, tampoco su ausencia explica un principio y un fin. Y sin ellos no hay absoluto. Sin ellos no hay nada.
Somos historia.
En este momento, tengo la sospecha personal de que el universo no sólo es más extraño de lo que suponemos, sino más extraño incluso de lo que somos capaces de suponer.
John Burdon Sanderson Haldane
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