sábado, 18 de febrero de 2012

Narciso y el río

 Dust in the wind, Kansas. Disponible en: http://www.youtube.com/watch?v=2-I-BhaiTzw

-Siempre andas detrás de una imagen -se dijo a sí mismo.
-Sí. De la tuya.

Nunca me había fijado en mi mano accionando el interruptor. La imagen me pareció ajena, literaria, fílmica; atemporal. Olvidé la superflua conversación capicúa de la que acababa de participar e, inconscientemente, miré por la espontánea ventana. Vi el espacioso patio en una especie de desorden coherente, de caos armónico, que aspiraba con prurito llegar a ser el de la foto. Acaso, ahora que algo ha pasado el tiempo y lo pienso, no sea más que un pulso a contrareloj echado a mi sombra en un patio andaluz. Absurdo; quizá deba retirarme. Pero la foto sigue ahí y aquí la biología. Hace falta una revolución de la materia para alterar la consciencia hasta el punto suficiente, y sus efectos son inciertos. Y no hay tanto romanticismo o vitalismo, y por consiguiente ni tanto valor ni tanta locura. Quién sabe, puede que mejor así.
Mientras, la materia que fuéramos fluye hacia lo que para nosotros es contingente, y nos abandonamos en un decurso aniquilador.
Mientras, el suspiro va callando.

martes, 14 de febrero de 2012

Romancero

 Time, Pink Floyd. Disponible en: http://www.youtube.com/watch?v=7t_sAAJXUVs

Un plan más y la papelera se desborda de proyectos frustrados. La canción aún suena, pero es repetida y se sabe que no dirá la verdad. Prensada dentro de un puño está la constancia, impotente ante un destino incierto que depende de la marioneta que mueve los hilos. Totalmente al margen, libre pero torpe, la otra mano ensaya su utilidad como lubricante de neuronas. De pronto suena el teléfono. "Hola, qué tal" y fin del sueño.

Al fin un hombre se reduce a papeles arrugados. A cuerdas mal tañidas. A corazones remendados. A ser menos que las pretensiones de sí mismo. Pero, aún resultando ser menos que sus sueños, es mucho más que sus memorias. Es mucho más.

viernes, 10 de febrero de 2012

In media res

 Las hilanderas, Velázquez. Imagen tomada de: http://www.artelista.com/ypimages/Huge/10/MWM09988.jpg

Las historias suceden todas in media res. En una obra de teatro no hay protagonista que nazca en el desarrollo, y si lo hace, arrastra tras de sí un pasado propio del argumento, la imaginación, la precuela o la obra misma. Hasta el relato del Génesis bíblico, aún en el caso paradójicamente hipotético de que fuera histórico, tiene un "pasado" "x" en la figura eterna de Él, incluso sin haber habido tiempo. Toda historia está dejada por una mano invisible en el seno de otra historia que la incluye, que a su vez constituye otra más grande junto a otras de su misma dimensión. Y así como las historias se integran dentro de otras, nosotros, lo que quiera que seamos realmente, nos integramos en su fuero interno como historia. Y, como ellas, en tanto que somos homólogos, lo hacemos in media res. De repente abrimos los ojos y somos conscientes de un pasado que no recordamos vivir y de un futuro, no diré hipotético (muy pocos tienen la racionalidad suficiente para hacer de su futuro una hipótesis), figurado. Y aunque al final la obra termine, la historia sigue más allá, en la imaginación de cada uno o en la secuela a la que precede. Y eso que no creo en las secuelas propiamente dichas. No porque "segundas partes nunca fueran buenas" -lo cual no es cierto-, sino porque la secuela de una obra no aparece como tal en la mente de los que la integran. Vale que cualquier instante posterior puede ser la secuela del anterior (como de hecho es). Pero si dividimos antrópicamente el mundo en fracciones manejables. Más allá de nosotros no hay fragmentos. Solo todo. Como el que conformarían precuela y secuela. Como lo que creen los personajes.

Andaba tratando de recordar cómo descubrí aquél lugar. Pronto recordé que yo, si algo descubrí, y únicamente para mí, fue algún detalle de él. Si acaso alguna imagen mental. Pero el espacio físico y representativo me lo enseñó mi madre, un día, haciendo tiempo -ojalá se pudiera- por los barrios de la capital.Quizá también en ése otro entonces que relato estuviera descubiréndolo de algún modo, pero quién sabe. Puede incluso que jamás haya ido. Anoche soñé que maté a un hombre por segunda vez. No que lo maté dos veces o que soñé que lo mataba dos veces. Ambas. De madrugada, aterrizando sobre mi cuerpo sentado a un lado de la cama, he pensado que quizá sólo haya soñado una vez que mataba a un hombre dos veces en dos sueños. Quizá con el punto y final de esta glosa solipsista despierte y me extrañe de tan ralo sueño antes de disponerme a matar por tercera vez al mismo hombre.
La mujer seguía en lo alto del pedestal, encorvada sobre el canal circular al que vertía agua interminable. Era como una versión femenina de Cronos rociando tiempo sin parar. Esta vez el antaño florido jardín que cercaba a la mujer me decepcionó por su aridez; el caballo de Atila debió de ser una ola de frío siberiano. Donde siempre, o eso pensé, me senté a leer. Primero el lugar, ya luego un libro. Una paloma dibujó un arco en mi memoria en grácil vuelo desde la espalda hasta no recuerdo dónde. Ante mí, las personas coincidentes desfilaban ignorando proyecciones de mi discurrir.
Leído algo, muy poco, me levanté para abandonar por enésima vez aquél lugar oculto al trasiego rutinario; apenas sombra marchita del lirio blanco del pasado; eco atávico de nanas ancilares para "señoritos"...
La mujer seguía dándome la espalda. Su rostro estaba al otro lado, más allá, quizá en otro entonces. Inferí que era como el nombre de Dios, oculto bajo epítetos inservibles, o como el nuestro, velado tras antropónimos arbitrarios. Me fui de allí satisfecho, pero recordando que no sabía quién era. Me han puesto aquí, ahora también sobre una silla, y no sé por qué. Ni para qué. Ni quién soy. Si soy.
Ya sé que incurro en tautología, pero aún no lo he superado. Que un fragmento esté dentro de otro que está dentro de otro, así hasta el infinito, convierte cualquiera de ellos en nada. Y aunque los fragmentos sean artificiales, tampoco su ausencia explica un principio y un fin. Y sin ellos no hay absoluto. Sin ellos no hay nada.
Somos historia.

En este momento, tengo la sospecha personal de que el universo no sólo es más extraño de lo que suponemos, sino más extraño incluso de lo que somos capaces de suponer.

John Burdon Sanderson Haldane

jueves, 9 de febrero de 2012

"Another day in paradise"

 Miracle drug, U2. Disponible en: http://www.youtube.com/watch?v=MvtRJicd7sw

Permeando inservibles capas de ropa, el frío, no saciado con mis manos degradadas, cala mis huesos hasta el tuétano. Aunque, dada la situación, para mí eso es algo anodino. Aproximadamente son las tres de la tarde y el Sol, ligeramente escorado hacia el oeste en su apenas iniciado descenso, baña de matices y destellos las hojas de árbles y arbustos. Induzco, ahora que recreo aquella vicisitud, que los coches que no veo ni me importan hacen un ruido embrutecedor ante el que nada puede hacer el ditirambo de los pájaros. Lo que siento, alma a desbordar, es "La Misión" de Morricone filtrándose por mi piel y el cosquilleo de mi nuca que provoca. Una pincelada impresionista y casual surge repentinamente en la profundidad. Su color rojo, al principio no más que una mancha, se gradua progresivamente hasta definir la forma que yo deduje al segundo. La forma de quien me dio la vida. Y la de su sonrisa, filón que colma los huecos baladíes que dejó mi alma al desbordar. Aún suena "La Misión" cuando me quito los auriculares y se difumina el instante con la banalidad de las palabras, las cuales cometen el imperdonable crimen de preterizar el momento y convertirlo en un recuerdo. Osea, en una ilusión. Aunque quizá sea demasiado atrevido insinuar que el instante no lo sea.

Después, la disposición de los platos sobre una mesa redonda, la tonalidad castaña de la estancia, el olor a arroz, el sonido en la distancia de un huevo al batirse, como percusión de una estérea melodía anónima que envuelve el momento; U2, la vegetación insurrecta, el ocaso desparramando tonalidades por doquier...

En todo ello veo otro desborde: el del bote de pintura de algún Artista surrealista. Pero quién sabe. De lo que estoy más convencido es de que hablar del paraíso terrenal es incurrir en plenoasmo; el paraíso es terrenal. O eso, o a veces estoy muerto.

viernes, 3 de febrero de 2012

El visor

 Chicos en la playa, Joaquín Sorolla. Disponible en: http://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Joaqu%C3%ADn_Sorolla_002.jpg

Parecemos ser dos, aunque en el fondo creo que somos más. Sea como fuere, si dos o en adelante, ansiamos el todo con la avidez de una manada de lobos hambrientos. Quizá alguno más que otro, pero algo tan obvio resulta redundancia retórica.
Aunque por mal vicio cavilamos hasta la obsesión, somos de esos a los que una simplicidad renuente con el hábito les parece un milagro divino. Quizá por eso los dos (o los que seamos) amemos tan enajenadamente la espontaneidad de un suceso inesperado, tanto, que nos engañamos a conciencia trazando planes sin sentido que de ningún modo puedan cumplirse y den, con sus fracasos, en una situación impresionista; o nos dejamos llevar por el oleaje circunstancial hasta tener que decidir qué rumbo seguir en adelante. Nunca fallamos. En todo bar hay siempre una servilleta donde poder urdir un plan improvisadamente. Y en toda calle un espacio donde entonar palabras que evoquen la ilusión de un futuro contingente. Así empezó todo.
Se propuso como destino posible un lugar decapitado. Quizá la ausencia de competencia hizo que decidiéramos tácitamente ir allí. La travesía, que tuvo que ser en tren, se dio por una vía que bordeaba la costa en la que crecimos los dos (o los que fuéramos). Ella cantaba aficionada bajo un baño de Sol; a nuestros oídos llegaban los destellos atemporales que entonaba; en nuestros ojos, pasados por espejos, se reflejaban detenidamente presumiendo de brillantez. Casi lloramos.
La estación donde bajamos quedaba sobre una colina que, suave, descendía hasta taparse con la mar. Hasta ella quedaba un entramado amalgama de calles que no dudamos en beber. El paseo nos dio un lienzo sobre el cual pegamos recortes de otros lugares, como reminiscencia de un cubismo surrealista. Pasado un tiempo llegamos a un pasillo de bancos y palmeras. Allí quedamos absortos en el dialogo que evocaba el cosmopolitismo de una ciudad turística. Nos parecía como si Europa no fuera solo una idea.
Por un desvío a la izquierda descendimos hasta las frías dunas de la playa invernal, donde grupos de jubilados hacían ejercicio o tomaban los rayos de un Sol rezagado. Nosotros nos tumbamos entre la mar y la barrera de granito sobre la cual desfilaban las palmeras y la personificación de Europa. En irregular vicisitud, el silencio se dormía por la nana de un diálogo casual para más tarde despertarse por el sueño de un posible cuadro de Sorolla.
Caminamos, esa vez también fisicamente. Después de cierto tiempo llegamos a los pies de una enorme peña bautizada que subimos conducidos por la intuición. Arriba, bajo el cielo, encontramos el visor. El visor era un lugar y un momento en el espacio y en el tiempo donde y cuando veíamos. Y vimos la mar, y la amamos tanto como a las demás (y esta nos ignoró tanto como aquellas). En su embaucadora belleza nos perdimos por horas y, ensoñados, perdimos la noción de la realidad.
Ya después, de vuelta, olvidados de todo por el cansancio, la banalidad se sentó con nosotros y nos hizo pasar un buen rato. Pero nada como la mar hinchada por la altura. Nada como un horizonte que nos huya. Nada como la lucha entre los párpados y el Sol, como el olor a salitre, el vértigo bajo el pecho. Nada como pararse a ver.