Detalle del Infierno de la obra "Jardín de las Delicias", de El Bosco. Disponible en:https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi37g66BobK-31rsfC__ciG4aI4mT8KuBgeVMXuM_ANXILua7A9nkkrYbdCz1goeq8aSi3u21Wm6TuG-HuXZ7hPIQgQsnN6WPrDrH1RAaKsp31C9dtuBwUCJ3-3yucDGHNwAuXEr7RAzTtx/s1600/El+Bosco-Jardin+Delicias-Infierno.jpg
Atrás el Gran Pórtico, franqueado ya el umbral con permiso excepcional de San Pedro, un hombre se plantó frente a Dios. Éste, cuya esencia omnipotente, omnipresente y omnisciente debe ser obviada por las exigencias narrativas, alzó la vista de todo y le vio llegar, con su paso artificial, con su mirada vuelta hacia sí, con su alma más que etérea. Debía ser rechoncho, con tez rosada y el pelo corto con claros más allá de la frente, aunque yo no lo sé mejor que Dios, que, además de saberlo todo, lo vio llegar y plantarse enfrente, una vez más.
-Ah, tú otra vez -dijo, como si realmente le hubiese sorprendido, con una voz envolvente que manaba de las profundidades de la eternidad.
Un hombre frunció el ceño.
-¿Otra vez? No, debe usted de haberme confundido con otro.
-No importa. Habla.
-Verá, resulta que estaba yo allá abajo, ya sabe, en la Tierra, en la vida, y, tras un enorme error que cometí…
-Tienes al de abajo frotándose las manos –interrumpió Él divertido.
-Sí, bueno… -un hombre titubeó- Como le iba diciendo, hice algo que no debía haber hecho, pero lo hice por desconocimiento, por ignorancia; si hubiese sabido lo que pasaría después de hacerlo, ¡demonios! –un hombre se avergonzó y sus mejillas se tiñeron de un color rosáceo- ¡Oh, perdón! Qué falta de respeto… -al fin se recobró y se dispuso a proseguir- Bueno, como le decía, si hubiera sabido de antemano lo que más tarde pasaría… En fin, ya sabe, no lo hubiera hecho. -Dios le miró fijamente, invitándolo sutilmente a que continuara con su retaíla de imprecisiones repetitivas- Así que, tras cavilar durante mucho tiempo sobre ello, llegué a la conclusión de que, si las personas cometemos errores, no es por malicia, sino por desconocimiento. Y se nos pena con el castigo eterno y los tropiezos vitales, como si fuésemos culpables de nuestra ignorancia…
Llegado a tal punto, con más nerviosismo que decisión, un hombre miró por primera a vez a Dios a los dos pozos sin fondo que son sus ojos y prosiguió:
-¡Y usted lo sabe todo! Es decir, usted es omnisciente ¿no? Usted sabe lo que va a pasar siempre y, aún así, nos deja a la merced de nuestra ceguera y nos culpa de chocar contra la pared. –el tono de un hombre había ido subiendo a medida que fue argumentando, emocionado por su propio discurso- ¡Eso es injusto! ¡Es usted un insensible, y un...!
Un hombre miraba fijamente a Dios con el rostro enrojecido. Dios le mantenía la mirada, impasible, con la misma expresión de superioridad y diversión que mantuvo durante toda la exposición. Un hombre sintió desvanecerse sus impulsos de valentía conforme fueron pasando los segundos y poco a poco volvió a cobrar conciencia de dónde estaba y con quién estaba debatiendo. Una sensación de terror y arrepentimiento amenazó con colmarle, pero reunió fuerzas como jamás había sabido que podía y mantuvo cierta calma. Finalmente, tras lo que hubieran sido unos minutos de existir el tiempo más allá del firmamento, Dios habló:
-Oh, cuánta razón tienes. Durante toda esta eternidad he sido un mal padre que ha dejado caer una y otra vez sobre el barro a sus propios hijos. ¡Qué pensaría el mío si aún me viese! Pero juro solemnemente por mí que pienso cambiar. De ahora en adelante, seré un buen Dios y erradicaré todo el mal que haya sobre y bajo el Cielo –un hombre no daba crédito a lo que estaba escuchando. Su rostro estaba pálido, y ni sus párpados ni su boca daban más de sí-. Y empezaré mi enmienda contigo. Dime ¿qué puedo hacer por ti?
Un hombre abrió la boca pero fue en vano, pues de ella no salió ni una palabra. Estaba atónito, no podía creer lo que acababa de escuchar. Después, haciendo gala de su recién descubierta templanza, volvió en sí y dijo:
-Pues, mire, ya que lo dice, creo que lo más justo para mí sería que me dejara repetir mi vida desde el principio exactamente igual, ahora que sé las consecuencias de mis actos.
Dios le observaba con atención. Aquel hombre, tal y como había previsto y supo desde los albores de la existencia, había cambiado su perspectiva sobre la situación; ahora creía ser el claro dominante y tener a Él, al todopoderoso, al omnipotente, a su merced. Se divertía como nunca.
-Muy bien, me parece justo -concluyó.
Miguel siempre había sido el favorito de Él. O al menos eso pensaba. Una vez, o quizá muchas, un ángel se reveló contra Él en defensa de su libertad y su individualidad y Miguel se encargó de que sus vasallos lo expulsaran del Empíreo y lo confinaran en el Infierno, el antiguo proyecto fallido de Dios.
Miguel, que venía de haber estado pensando durante un rato cómo agradar por enésima vez a Dios (ignorando, una vez más, que sin un bocado del fruto del manzano de los jardines del Señor no lograría pensar con racionalidad), lo encontró ríendose a carcajadas en su lecho de nubes.
-Mi señor, perdone mi insolencia, pero no recuerdo haberle visto jamás reír con tal esmero. ¿A qué se debe tanta alegría?
Dios calló de repente y recobró su expresión neutra e imperturbable.
-¿Alegría? No, Miguel, Dios no siente alegría. Ni miedo. Ni dolor. Dios no siente absolutamente nada.
Un destello de pena, como el brillo de una moneda al fondo de un pozo, como una estrella fugaz, como la vida de un hombre (quién sabe, como una humanidad) se consumió efímero en lo más hondo de sus ojos.
Y hubo un silencio. Acaso nunca hubo otra cosa. Miguel se sintió incómodo y pensó que fue un error haberle preguntado aquello a Él, al todopoderoso, al omnipotente. Dios, quizá compasivo, quizá aburrido de tanto protocolo, decidió contarle a Miguel porqué reía.
-Me has visto reír, Miguel, porque un hombre viene apresurado a mi presencia dispuesto a exigirme una explicación de por qué permito tanto mal y tanto sufrimiento en el mundo si puedo cambiarlo cuando quiera. ¿Tú que opinas, Miguel?
-Que sus designios son inescrutables.
Dios soltó de súbito una carcajada. Todos sus ángeles le parecían un puñado de pusilánimes mentecatos, pero estaba claro que Miguel era el peor de todos. Por eso era su favorito. Seguidamente, continuó:
-Me has visto reír, Miguel, porque el pobre ignorante me exigirá que le de la oportunidad de rehacer su vida de nuevo. ¿Y qué piensas, Miguel? Yo soy un Dios justo y considerado con sus criaturas, de modo que cederé a sus ordenanzas.
En el habla de Dios se dejó notar cierto tono jocoso. Miguel frunció el ceño, confundido.
-Disculpe, Padre, pero no comprendo qué le produce tanta diversión.
Dios guardó silencio. En realidad, Dios solo habló una vez, y fue mientras hubo existencia y por lo que hubo existencia. Entonces, en el incierto y más que dudoso momento de la eternidad en el que Miguel y Dios dialogan, Dios no deja de cantar en ningún momento la barroca melodía del Ser, pero las exigencias de la narración, como ha sucedido durante todo el relato, me obligan a recrear términos como tiempo, silencio, espacio, donde y cuando no los hay. Entre versos, Dios suspira teatralmente y reconsidera si hubiera sido mejor hacer el tiempo finito.
-No recordará nada.
Pasada una eternidad o al mismo tiempo, que son la misma cosa, Miguel, que no había comprendido qué le parecía tan gracioso a Él, al omnisciente, resolvió contarle algo que le reconcomía desde hacía un tiempo.
-Padre, ¿recuerda al hermano Lucifer?
Dios le dedicó su atención de nuevo.
-Sí. ¿Qué sucede?
-He oído que piensa "revelarse" ¿Qué quiere decir?