martes, 27 de noviembre de 2018

Un encuentro

Tenía el cabello castaño y le caía medio largo y ondulado sobre la frente y la nuca. Vestía malamente, como casual, una chaqueta de poco lustre azul marino sobre una camisa vieja, de mismo color aunque de tono más claro. Unos vaqueros estándar terminaban de componer su figura, espigada y triste, como de gitano emancipado. Apareció sin más y sin yo dar cuenta de ello, y tras dejar su bandolera en el suelo y retocar un tanto las cuerdas de su guitarra, comenzó a tañirla. Fue entonces cuando reparé en él, hasta entonces sumido yo en mis pensamientos, cada vez más turbios por el vermouth y acaso también el cansancio. Tocó algo flamenco, no sé qué, y pensé que así terminaba de componer la estampa típica que estaban tratando de presenciar los distintas familias y parejas de anglosajones que tenía ante mi, sentados en la primera línea de playa del forzado chiringuito en que me hallaba. No todos, pero algunos le prestaron merecida atención, y aún respeto. No era ningún prodigio, o al menos no me lo pareció, pero a ellos les terminó de decorar la postal que acaso esperaban o habían esperado, y a mí me agradó, gustando como hago de este estilo, aunque tan artificioso, tan nuestro, y recordándome cuánto, al estar lejos y casualmente en la tierra de mis acompañantes, había echado yo de menos mi patria, hoy tan denostada por unos, y ensuciada por otros. No esa patria rojigualda, de escudos y coronas, de águilas negras; tampoco la de púrpura republicano, memorias de postín y cuentas pendientes; sino la patria madre, lo que en el fondo somos; la tierra, las raíces, los paisajes que veo pasar cuando voy en el tren, esta línea de playa, los dejes, y el largo etcétera. También el chico que tañía su guitarra, honesto y servicial, viniera de donde viniese, hubiera hecho lo que hubiese hecho y votara a quien votase. En un momento dado dejó de tocar, recogió sus cosas y pasó mesa por mesa, solícito pero educado, con una hoja doblada en forma cóncava, probando suerte. Cuando llegó a la mía le pregunté por la última pieza, que conocía pero cuyo nombre había olvidado, y mantuvimos una corta conversación al respecto. No logré ubicar su acento, aunque sin duda era español. Al dejarle las monedas que le di, agradecido por su música, vi que el recipiente venía vacío. Desapareció, tal como había llegado, respetuoso y discreto. Cuando me preguntaba cuál sería su próximo destino, escuché sus arpegios sonando en el bar de al lado, con los el buen hombre trataba de seguir ganándose su jornal, como hacemos todos. Luego dejé de escucharle, y así terminó de desvanecerse, y su ausencia dio paso a la música de los altavoces y al ir venir de anónimos por el paseo de la playa, recortándose sobre el mar, como los créditos de una película acabada.

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