No pensaba en esto cuando entré al baño, pero acaso inconscientemente lo presentía. Iluminaba la estancia, a malas penas, una luz tenue y rojiza como de atardecer, emitida tristemente por un tubo de luz artificial. Fue entonces cuando sentí todo esto, imaginándome en el crepúsculo de una playa cualquiera, muy lejos de todo este trasiego inmisericorde que me trilla como una máquina de labrar y me deja el alma hecha jirones.
Me giré dispuesto a salir, planteándomelo todo, de nuevo a la vorágine insaciable de la sociedad occidental, y entonces, aún soñando, vi una pegatina dorada sobre el ojo de buey de la puerta del baño. Me pregunté, a pesar de mi ateísmo, si no sería Dios.
Pronto recibí, desgraciadamente, la llamada de la bestia, el rugir del gran tornado de nuestro mundo, como advirtiéndome de que aunque Dios, acaso, esté en los detalles, a vista de pájaro el mundo es una enorme espiral, una galaxia que se devora a sí misma desde su centro, arrastrando cada uno de sus seres, vivos, muertos, inertes, al abismo insondable. De nuevo la sombra se cernió sobre mí, y los carbunclos mitigados volvieron a hacer ascuas, y la llama resurgió de sus propias cenizas, y mi alma tornó a ser una hoguera donde arde mi existencia.
A pesar de todo no olvidé lo que había visto, aquella pegatina dorada con símbolos hindúes sobre el ojo de buey de un baño público de Londres, y al volver al hotel salí a la calle para refugiarme en cada esquina, cada rincón, y encontré otra vez un pequeño solaz en las formas y colores de la vida; en cada particularidad, cada relieve, de la cosa, como si el universo, por lo general tan bruto, me estuviera dando fuerzas al más puro estilo Dragon Ball desde cada uno de sus poros; aunque verdaderamente lo que pienso es que mi alma era la que estaba, ávida de vida, absorbiendo cada detalle interpretándolo como un descanso, un placer, del que nutrirse y regenerarse.
Son necesarios, cada día, estos asuetos.
Son necesarios, cada día, estos asuetos.
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