El anillo refulgía sueños desde el otro lado del cristal y,
cuando lo tuve sobre mis nudillos, me sumió en un estado fragante, excelso,
óptimo, claro, abierto. Entonces, entre tanto resplandor, ignoré que pudiera
ser tan delicado como un castillo de arena. Ahora es el mismo anillo pero, respecto
a sí mismo en pretérito, es inicuo. La fría brisa de la duda ha cubierto su
esplendor con el opaco manto de la costumbre, y el brillo llega débil y en
retazos.
Era la eternidad en el paraíso y tuve la pesadilla de una sombra
en la distancia. El mal sueño franqueó los muros de la mente hasta ser, y fue
un gato negro que avanzaba distraído, elegante, contra mí. Cuando me percibió y
conmigo la decisión de mis pasos, se hizo a un lado y prosiguió su marcha. Y yo
me supe funambulesco entre los polos, equilibrista entre lo visto y lo
imaginado, entre lo vivido y lo soñado.
Y proseguí mi sempiterna marcha por el paraíso.