El timbre sonó como un pregón que anunciara el cruce con un espejo inocente, aunque yo no lo noté. Con toda la displicencia que cabe en el alma me levanté y calcé con la hermosa pero incómoda prenda de la cortesía. Ante la ineluctable fuerza de la causa y el efecto, acabé encadenado en una silla oxidada del centro del gallinero, donde un consejo de leones emplumados decidió tácitamente que era el rival más débil. Más allá del impostado canto vi cómo la empatía salía disparada de las bocas, de los aleteos, hacia el cielo, lejos de mí, y recordé que el altruismo quizá fuera palabra de Dios en la noche en que lo soñamos.
Existente o no el destino, la soledad es un estigma incombatible pero mitigable. Si existe el destino, depende de Dios, o de la causa y el efecto, o del azar. Si no, de nosotros.
De nosotros.