Dieron los buenos días a media tarde. El sudor que emana de la humedad primaveral y de la ropa de inverno había mojado todo el cuerpo recordándole una ducha prefijada, y la desproporción de las horas de vigilia lo atraía hasta el lecho con una fuerza ineluctable. Pero el tiempo apremia. Y se va. Y no espera.
Tiempo después, como tiempo antes, las yemas frotan suavemente el terciopelo negro de la chaqueta, ya viejo y corto, y recuerdan, en lo profundo de uno, casi dos décadas de rito. Algo cae, dentro, y se escapa un suspiro de nostalgia anticipada, presagio de una ausencia. Entonces se abre una ventana y el alma llora en silencio.
Como el rezagado eco de un pasado distante, de nuevo suena la música, tocan los brazos, pesan las cargas, deslumbran las luces, imponen las nubes… Y se va otra vez, similar pero igual en esencia. Se va con el tiempo; se va a la nada. Y nos lleva...
-“¿Y si el tiempo también perdiera algo, como nosotros le perdemos a él?
-Tal vez se pierda a sí mismo, porque no puede volver sobre sí.”
Y llueve.