Tres días. Menos. Dos noches y, en suma, dos días. La promesa que me convenció para gastarlos en un viaje por la "España profunda" no se cumplía, pero ser agradecido, prudente y algo asqueado con uno mismo puede llevarte a bajar la cabeza y apretar los dientes contra tu propia voluntad. Así fue, y parece que Dios, o el azar, o Buda, o el que esté, quiso recompensar mi paciencia y estoicismo con el cumplimiento de lo prometido.
Nos soltaron, a mí y a él (pues dos éramos los salvajes, de siete que éramos), como a dos perros a los que se les acaba de quitar la correa frente a un inmenso campo abierto donde dar rienda suelta a sus ansias de libertad. Los otros cinco quedaron, en parte por material, sobretodo por falta de ganas. Simpleza. Lástima. Él y yo nos miramos apenas un instante, como de duda, de duda traidora, vestigio de una estupidez aún latente o síntoma de la misma enfermedad que se recontagia de nuevo al contacto con los infectados. Pero fue un instante. Tras él, la coherencia y el buen amor, el amor a la vida, a las cosas, a los momentos, al tiempo, venció y dictó.
El camino era costalero, inclinado muy suavemente hacia una derecha que daba al cauce de un arroyo estacional. Como haciéndonos un pasillo, filas de arbustos de gran envergadura quedaban a un lado y otro de la senda, que de ancha que era servía también a vehículos pesados. A nuestro pies, la arcilla almendrada de guijarros estaba moldeada por el paso de los neumáticos. Delante, como senos de mujer, dos montes se alzaban suavemente hacia el cielo impulsando con ellos ordas de pinos con acículas de buen año.
Algo más adelante, no mucho después, dimos con un merendero que vivía a la sombra de enormes árboles cuya especie ni recuerdo. En él vi una instantánea perfecta. Llevaba vida, llevaba muerte, luz, sombra, perspectiva, caos y armonía. Fue tan perfecta, que haberla pillado con mi pobre cámara hubiera pervertido el momento hasta hacerlo recordar menos de lo que fue. A la derecha conforme ascendíamos, un caño de agua fresca y natural que nos dio más tiempo de recorrido; al frente, una mesa flanqueada por bancos, todo de madera, servía de lienzo para una firma de otros peregrinos de la montaña que pasaron por allí no mucho tiempo antes que nosotros. Él se percató, y yo en él algo de inquietud existencial, algo de profundidad, de ese humanismo agónico que engendra arte y destruye ciencia. Él, que es ingeniero de multimedia.
Atrás quedó el merendero, de igual modo que la zona de talado que le seguía. Arbustos irregulares, matojos aplastados, tocones enanos, troncos apilados... así era aquel cementerio de árboles. Nada particular, pues. Más hacia delante, ni sé si sur, norte, oeste o este, estaba la ascensión de la cresta más cercana. Fue semi-rodeada, porque una subida en línea recta huibiera pulverizado la resistencia de nuestros gemelos y de nuestros adormecidos ánimos, lo que nos llevó más tiempo y más experiencias.
Y, arriba, el instante. El momento, el alma del viaje. Si fue tedioso hasta entonces, si las penas me acompañaron más de lo que deseé y mis ánimos decaían progresivamente, aquella aparición, aquel regalo de los cielos o de las casualidades de esta vida que vivo, fue el producto por el que pagué en verdad. Fue una flor. Una simple flor. Resplandecían sus rosas y fucsias entre una maraña de bajos arbustos que la protegían de miradas indiscretas o de manos demasiado bastas, y fue para mi vista como fue el aire puro de la montaña para mis pulmones. Más. Me acerqué a ella y la toqué. O no, no lo recuerdo. Recuerdo que la rodeé, asombrado, sintiendo el momento y sacando en él cosas que, si bien me habían acompañado hasta entonces dentro, muy adentro, no veían la luz del sol desde días atrás y que guiaron mi pensamiento hacia una posibilidad de llevármela y mis manos hacia la coherente decisión de robarle su imagen con una foto perversa. Fue mi regalo. Su regalo. El instante de descubrimiento bien vale un viaje. Bien vale una vida; cosas así son las que la hacen habitable. Son las que la hacen posible.